viernes, 26 de julio de 2013

Hansel y Gretel (3)

Supongo que todos recordarán el comienzo del cuento. Ya en el primer párrafo los Grimm nos sitúan clara y concisamente. En el libro de que dispongo (Ediciones Anaya de 1985, "traducción directa e íntegra de la séptima edición completa de los Cuentos de niños y del hogar, Berlín 1857") el texto es el que sigue: Al lado de un gran bosque vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos hijos; el muchachito se llamaba Hänsel y la niña Gretel. Tenían poco para comer y un buen día, cuando en el país reinaba una enorme carestía, no pudo ni conseguir el pan diario. Por la noche pensaba en ello y se removía lleno de preocupación. Suspirando le dijo a su mujer ... La versión original (de 1812) es todavía más escueta: Junto a un gran bosque vivía un pobre leñador, sin casi para comer o beber y que apenas conseguía el pan diario para su mujer y sus dos hijos, Hansel y Gretel. Una noche que ni siquiera había podido traer eso, preocupado en la cama le dijo a su esposa ...

La vivienda del leñador y su familia estaba situada junto a un bosque frondoso. Emplazamiento absolutamente lógico dado el oficio del pater familias, pero no nos engañemos: no vivían junto al bosque porque el buen señor fuera leñador, sino por exigencia del guión, se requería un bosque para la eficacia narrativa del relato y de esta condición primigenia proviene la profesión. En el fondo, casi no habría importado mencionarla, qué más daba a que se dedicara el padre. Aún así los Grimm la aprovechan para la explicación de la madre a los niños en la primera salida al bosque (vamos a recoger leña) y para que se queden solos (poneos aquí al lado del fuego y descansad; nosotros vamos al bosque a partir leña). Ahora bien, estas justificaciones van apareciendo en las sucesivas correcciones del cuento y, de otra parte, las mismas tampoco habrían obligado a atribuir el oficio de leñador al padre. Al fin y al cabo, cualquier familia pobre que viviera cerca de un bosque, iría a conseguir leña sin necesidad de ser profesionales del ramo. A mi modo de ver, escoger un oficio para el padre obedece más a la inercia de la época: todo hombre, y por extensión su familia, se definían por éste, de modo que se hacía casi obligado nombrarlo para identificarlo. El cuento no habría perdido un ápice de su función si no se nos informara de a qué se dedicaba el pusilánime señor, pero me imagino que a los autores ni se les pasaría por la cabeza omitirlo. De hecho, repasando los más de 200 cuentos de los Grimm, en la mayoría con protagonistas humanos (muchos son de animales) éstos se identifican por sus oficios –cuando son pobres– o como reyes, príncipes o simplemente hombres ricos. Hay ciertamente algunas pocas excepciones (por ejemplo, no se nos dice la profesión del padre de Los siete cuervos) en cuanto a los personajes masculinos, y tales omisiones son en cambio mayoría cuando se trata de mujeres: no olvidemos que éstas normalmente carecían de oficio y, consiguientemente, estaban rebajadas en su categoría de seres humanos. Así pues, tenemos reyes y príncipes y también campesinos, músicos, pescadores, sastres y algún otro leñador (el de La niña de María) que también vivía cerca de un enorme bosque. Resumiendo, que el padre de Hansel y Gretel era leñador porque algún oficio tenían que darle y, como la historia había de suceder en un bosque, era el oficio que en una inmediata asociación de ideas parecía evidente. Supongo que los Grimm no se plantearon la aparente contradicción de la extrema pobreza de un hombre que gozaba de unas condiciones laborales inmejorables para sacar partido de su oficio; o si lo hicieron considerarían innecesario explicarla.


Porque vaya que era pobre el tipo. En la edición de 1857 (la última y de la que está traducida mi versión en castellano) se nos dice que de siempre habían sido pobres pero que la situación se había extremado hasta el límite debido a una gran carestía que asolaba el país. Esta circunstancia es añadida en la quinta edición, porque hasta entonces los Grimm no consideran pertinente recurrir una crisis económica general para contarnos que el leñador un día no pudo ni conseguir el escaso pan que solía traer a casa. Naturalmente, la hambruna generalizada nos evoca la Edad Media, probablemente los principios del XIV, cuyos calamitosos efectos tuvieron que dejar honda huella en el imaginario colectivo y no es de extrañar que fuera fuente de inspiración de numerosos relatos populares. A ese tiempo –que tan magistralmente recrea Barbara Tuchman en Un espejo lejano, libro al que ya me he referido elogiosamente en alguna ocasión– remite, sin necesidad de mención expresa, el cuento de Hansel y Gretel. El apocalíptico caballo negro que asoló la Europa de 1315-1316, donde nada se había cosechado, se debió a la embestida de la "pequeña era glacial" (cambio climático que no puede achacarse a nuestra especie) y, además de muertes, trajo leyendas macabras de campesinos que habían devorado a sus propios hijos. Probablemente habrán sido casos aislados y sería exagerado deducir de ellos comportamientos generalizados, pero bastan como referente para las tradiciones orales: padres que, ante la extrema falta de alimentos, optan por abandonar a sus hijos a la provisión divina. Sumemos a este marco la peste negra que asolaría el continente apenas treinta años después, multiplicando las muertes hasta un tercio de la población europea. Entonces sí, con harta frecuencia, los padres se deshacían de sus hijos, llevados de un terror que a todos infectaba. No es de extrañar que ambos sucesos, la gran hambruna y la peste negra, distintos en sus causas pero comunes en sus desastrosos efectos, estén en la base del inconsciente colectivo del que surge el embrión de Hansel y Gretel.

Recapitulemos de nuevo: el padre era leñador y muy pobre porque era necesario para el relato del abandono de dos niños. Leñador para justificar el dónde del abandono: un bosque; muy pobre para el porqué. La extrema pobreza justifica en parte la crueldad de la acción, pero sólo en parte a los ojos de los lectores burgueses del XIX. Hacía falta un elemento más que permitiera que éstos tragasen con tamaña vileza: un padre no puede abandonar a sus hijos ni siquiera en tan terribles circunstancias. Ahí aparece la madrastra, recurrente malvada de los cuentos de hadas de la época, aunque –como trataré más adelante– es un truco tardío de los Grimm, sin duda para no escandalizar a sus lectores. Cabría –puede pensar alguien– haber narrado la misma historia sin que los padres se deshicieran voluntariamente de los niños; por ejemplo, que éstos se perdiesen en el bosque y a partir del hecho fortuito siguiera el hallazgo de la casa de la bruja y el cuento fuera prácticamente el mismo. Pues no, en absoluto. La eficacia del relato descansa en gran medida en que el abandono paterno fuera voluntaria. Como explica Bruno Bettelheim en su conocida Psicoanálisis de los cuentos de hadas (Crítica, 1994), Hansel y Gretel habían de escuchar los planes de sus padres de abandonarlos para sentir la angustia interna que les obliga a afrontar el viaje de maduración en el que superan la pasividad infantil para hacerse personas independientes capaces de enfrentarse al mundo. De eso va el cuento, claro, más allá de sus significados primarios de advertencia: del paso de la infancia a la adolescencia, de la consecución de la autonomía, superando la etapa oral de la teoría freudiana. Naturalmente, los niños se resisten a abandonar el hogar paterno donde, aunque escasamente, son satisfechas sus necesidades nutricias; las piedrecitas blancas que deja caer Hansel durante el primer intento de abandono les permiten regresar a casa. Pero ese intento de aferrarse a la seguridad es vano ante la pertinacia de la madrastra que obliga al padre a un segundo y definitivo rechazo en el que las miguitas de pan se revelan inútiles. Moraleja (que difícilmente es conscientemente aprendida por un niño al que se le lee el cuento pero germina en su subsconciente): de nada vale negarse a madurar, es necesario afrontar las pruebas a través de las cuales se consigue la autonomía personal. Y qué mejor prueba que superar el rechazo de las figuras paternas. O sea, que los padres tenían que abandonar voluntariamente a los niños, y por eso, como mera excusa justificativa, eran pobres.

El espacio del abandono es el bosque, ya se sabe. Y sobre el bosque, especialmente en la literatura popular centroeuropea, hay mucho que contar. Pero de ello tratará un próximo post.
.
   
Feast or Famine - The Walkabouts (See Beautiful Rattlesnake Gardens, 1987)

1 comentario:

  1. Sí. Nunca estuve de acuerdo con que abandonaran a los niños en un bosque habiendo tantos desiertos sin lobos!

    ResponderEliminar