jueves, 11 de julio de 2013

Mi tío Segundo

En el segundo, Segundo, segundo de mis tíos segundos. La frase tiene gracia, aunque sólo sea verdad para mí, el único hijo de su único primo. Se trata de un edificio en el casco viejo, el antiguo palacete de los Salazar, de mediados del XVIII, creo, barroco tardío me han dicho, con su ventana en óvalo oblongo sobre el escudo de armas en piedra y éste sobre el portalón de gruesas planchas de roble apretadas con herrumbrosos tirantes de hierro. Cuentan que el primer Salazar llegó a la ciudad con alguno de los reyes castellanos de la reconquista, un hidalgo burgalés de mediana fama y fortuna que se hizo grato al monarca en vaya usted a saber qué asuntos, y de resultas fue agraciado con título nobiliario –conde, nada menos– y no pocos bienes inmuebles requisados a los moros, que para eso habían perdido la plaza. Hablo del siglo XIV, así que los orígenes castellanos ya están más que diluidos y desde varias generaciones los Salazar son genuino producto andaluz, producto selecto, si convenimos en calificar así a los conspicuos ejemplares del caciquismo agrario de la región, con sede en este caso en ciudad de provincias y frecuentes viajes a Sevilla y Madrid. Las cosas hoy ya no son lo que fueron y el patrimonio ha mermado, aunque la familia sigue siendo de posibles y capaz todavía de permitirse de vez en cuando algún pelotazo. Pero el apellido mantiene incólume su prestigio en la comarca y hasta en los reducidos círculos de la arrogante zanganería sevillana, que la ocupación primera de todos los que lo portan pareciera ser la de lustrarlo incansablemente con peroratas genealógicas y estar avizores al quite de cualquier asomo de afrenta, sea de comisión o, las más frecuentes, de omisión.

El viejo palacio en que vivo no es ya la mansión nobiliaria del propietario del título con su señora, hijos, parientes pobres solteros y abundante servidumbre. En los primeros días de la guerra, cuando Guzmán Salazar el viejo todavía vivía y a despecho de las leyes republicanas ejercía con desvergonzada y cruel impunidad sus tradicionales prerrogativas feudales, la turba revolucionaria (esos rojos harapientos y desagradecidos) arrasó una noche la casona señorial y degolló sin miramientos al cacique, su mujer e hijo. En los periódicos se cuenta que fue un crimen raudo y coral, cuya autoría no pudo nunca precisarse en unas manos concretas; un drama a lo Fuenteovejuna, del que todo el pueblo era culpable y de ese modo ninguno lo era. Como la ira de Dios: sanguinaria y repentina; así fue el desbordarse vengativo de la rabia acumulada. Entrar en tropel, matar y salir en cuestión de minutos, arrojando en casi todas las estancias teas que al poco tiempo se convirtieron en grandes llamas que devoraban el palacio. Que de los Salazar no quede ni el recuerdo, que su estirpe maldita se haga polvo que barra el viento. Pero el viejo inmueble aguantó lo suficiente para que el alcalde, un maestro socialista despreciado por el conde, movilizara con exceso de celo según los vecinos a cuantos pudo para extinguir el incendio. De poco le valdría su fervor cívico en defensa del patrimonio de los Salazar. Fue uno de los primeros fusilados cuando las tropas de Yagüe entraron en la ciudad, tras una sumarísima pantomima de juicio. Se le acusó, entre otros cargos, de responsable del crimen popular en su calidad de regidor máximo de la población. Su joven mujer, con un niño de corta edad, dejó la ciudad en silencio al día siguiente.

El dos de agosto del 36 llegó al entierro desde Sevilla el otro hijo del viejo conde, Cosme, apenas conocido en la ciudad pues muy joven, bastante antes de la República, había dejado la casa paterna para estudiar abogacía en la capital andaluza. Allí se había quedado sin visitar a los padres y hermanos porque, según las malas lenguas, les guardaba un rencor que lo envenenaba. Allí había casado con una señorita de buena casa (que lindo patio tenía a dos pasos de la Giralda) aunque careciera de blasones, Rosario Cárdenas se llamaba. Allí había tenido a sus tres hijos, dos varones a los que odió desde que nacieron y la menor una hembrita, que adoró y mimó toda su vida. Se dice que el odio de Cosme hacia su padre le hacía renegar de su apellido y desear su extinción. De ahí que, contrario a lo habitual, no quisiese descendencia y cuando la naturaleza de Rosario se empeñó en concedérsela ansiaba durante cada embarazo que fuese niña la que naciese. A su primogénito lo llamó Guzmán no por respeto al padre, sino por retorcida voluntad de venganza y castigo autoinfligido, y muy cierto es que al pobre niño le amargó la vida hasta impulsarle a quitársela apenas con veinte años. Al segundo, mi tío segundo, lo llamó Segundo, como chiste privado y sarcástico. Yo siempre fui el segundón y así me llamaba el cabrón de mi padre y hasta mi hermano en los juegos infantiles; pues que tal sea el nombre de bautizo de este crío, que para eso es mi segundón. No obstante, aún siendo también odiado, Segundo no sufrió tanto como su hermano. Quizá porque el padre volcaba lo principal de sus rencores en Guzmán, quizá porque mi tío era de más recio carácter.

Decía pues que ese día de agosto, en el calor que en tales fechas solo hace en esta tierra, llegaron a la ciudad Cosme Salazar (32 años), Rosario Cárdenas (28) y los tres hijos: Guzmán (8), Segundo (7) y Carmelita (3). Llegaron sin estrépito, dos días después de la liberación por el glorioso ejército nacional, al siguiente del ajuste de cuentas vía fusilamientos o de la justa depuración. La mayoría de los vecinos ni sabía quiénes eran esos forasteros. Los que habían participado en el asalto criminal a la casona Salazar mucho menos; cuando se enteraron de que la estirpe no la habían extinguido, más de uno sintió el dolor de una bofetada, el agudo escozor de un navajazo. Claro que para entonces que su acto hubiese sido inútil era el menor de sus sufrimientos, apenas una gota más. La nueva familia Salazar se instaló en el único hotel que existía, en la plaza frente al Ayuntamiento, en el solar donde está hoy el Banco de Santander. Y a los pocos días, no habría acabado todavía agosto, empezaron las obras de reconstrucción y reforma del viejo palacio, gracias a una generosa subvención votada unánimemente en el primer Pleno del nuevo ayuntamiento falangista. Como dijo el flamante alcalde, se trataba de una deuda que la ciudad habría contraído con su más ilustre familia, deuda que nunca podría ser saldada. Las cosas, parecía, volvían a ser como debían. Pero no del todo.

Que el nuevo Salazar no era exactamente como sus antecesores se notó pronto. Lo primero que llamó la atención fue su desinterés por la gestión de las grandes fincas agrarias del patrimonio. A diferencia de otros terratenientes, Salazar el viejo (apelativo que, por cierto, empezó a dársele entonces, una vez muerto, solo para distinguirlo del recién llegado, ya que a don Guzmán lo habían asesinado sin que llegara a cumplir los cuarenta), mediante mano dura y oportunos sobornos a las autoridades, había conseguido eludir las leyes reformistas republicanas y mantener casi incólume el régimen de trabajo casi feudal de sus propiedades. Pero este Cosme, para asombro de todos, despidió enseguida a Avelino, el fiel y cruel capataz de la familia, y puso al frente de la administración a un tipo joven de Sevilla, un ingeniero agrónomo que había trabajado varios años en Alemania y que se propuso acabar con unas formas de explotación que, según contaba entusiasmado a los parroquianos del casino, lastraban por obsoletas las exigencias productivas modernas. Lo cierto es que la guerra primero, que no había hecho más que empezar, y los duros años de carestía que la siguieron, impidieron que sus reformas se tradujeran en aumentos efectivos de la riqueza familiar, lo que no dejó de complacer a los señorones de la ciudad, molestos con esos nuevos modos ajenos a las costumbres de su clase. Sin embargo, el aparente fracaso económico no pareció importar a Cosme y significó un considerable alivio en las cargas de sus jornaleros.

Aunque el cambio que más sorprendió en la ciudad fue descubrir, a medida que avanzaban las obras de la casona, que el nuevo propietario la estaba troceando en varias viviendas, en flagrante afrenta a la tradición perpetuada desde la Edad Media. No son los que vienen tiempos de palacios, escueta frase con la que Cosme abortó de inicio una conversación con el alcalde. A instancias de las escandalizadas fuerzas vivas, el representante local de la Cruzada, le había sugerido que debía preservarse la unidad habitacional del inmueble alegando motivos de índole histórico-artística, pero el jefe de los Salazar no le dio ocasión a argumentarlos: qué coño le importa a nadie lo que yo haga en la casa de mi familia; y descuide usted señor alcalde, que respetaré la fachada y no tocaré ni el zaguán ni el patio, por si algún día quiere el Ayuntamiento hacer un museo. Aunque no fue del todo fiel a su promesa, pues levantó los tejados para ganar altura en la planta abuhardillada y hasta abrió algún que otro nuevo vano rompiendo las simetrías originales.

Más de un año duraron la obras y sólo hacia finales del 37 dejaron los Salazar el hotel para instalarse en su nueva vivienda, limitada ahora a la parte central de la primera planta, la que se abría a la calle mediante la balconada sobre el portón. La flanqueaban, en ese mismo nivel, dos apartamentos de poco más de cien metros cada uno, adosados a las respectivas medianeras. La segunda planta fue mucho más radicalmente reformada, demoliendo incluso algún muro de carga a fin de lograr una distribución más funcional y conseguir nada menos que seis viviendas aprovechando las luces a las dos fachadas (la trasera daba a un amplio jardín) y al patio. Y en la tercera, la que había sido alzada, el arquitecto dispuso otras cuatro viviendas más. Así que de pronto el noble palacio de la familia se convirtió en un edificio de trece pisos repartidos laberínticamente, y no acabó ahí el destrozo pues en la planta baja se abrieron dos locales hacia la calle destinados a negocios comerciales y las antiguas estancias de servicio en torno al patio principal y trasero se convirtieron en oficinas para alquilar.

La reforma del palacio no era sólo una venganza simbólica de Cosme hacia su apellido, aunque nadie dudaba de que tal era su motivación fundamental. Había también un cálculo económico que habría parecido sacrílego a sus antecesores: hacer del inmueble un negocio generador de rentas. Sin embargo, habría de esperar muchos años para que los locales de la planta baja se alquilaran mientras que las viviendas siempre han sido reservadas para el uso de los miembros de la familia y aun hoy quedan dos vacantes. O sea que han pasado tres cuartos de siglo para que el edificio, que ya no palacio, de los Salazar se fuera progresivamente ocupando. Primero, ya lo he dicho, la vivienda principal del primero. Pero enseguida, a mediados del año 38, la de la derecha. Allí vino a instalarse Asunción Cárdenas, la hermana menor de la esposa de Cosme, una chica tímida y asustadiza. Y que Asunción, mi abuela, dejara su Sevilla natal por esta ciudad fue el primer capítulo de mi propia historia.


3 comentarios:

  1. Joer, qué cosas cuentas y que bien las pormenorizas.
    ¿De verdad estás hablando de familares y palacetes de tu familia?

    Mientras te leía me estaba acordando de los 'famosos' MEWS londinenses, que no eran sino las partes traseras de los grandes edificios de nobles familias. Allí vivía el servicio y estaban las caballerizas. La zona era exquisita, nuy pretigiosa dentro del área urbana.

    Andando el tiempo se abrieron como callejones, 'mews' y empezaron a alquilarlos - siempre con afán dinerario, claro.

    Pero lo cierto es que hoy día esos pequeños apartamentos (del tamaño de una cuadra/caballeriza o de un garaje para carruajes) todos a ras de suelo, de calle, lo habitan artistas muy chics o lo tienen como pied á terre algunos grandes directores de cine cuando tienen que pasar algunos días en Londres.

    Recuerdo haber visitado a un afamado director de cine publicitario para charlar de spots rodados a medias con mi productra. El suelo abarrotado de fantásticas alfombras persas, muebles de estilo y cuadros antiguos buenísimos. Ya sabes que en Londres hay miles de tiendas de antugüedades aunténticas, (no 'medallones' como los de los anticuarios españoles.)

    El apartamentito apestaba... sin ventanas ni circulaión de aire. Y encima el tío cachondo se había puesto en la puerta el nº 1O and a half, porque los mews no tenían numeración.

    ¿Me explico? ¿Tiene acaso algo remoto que ver con lo que cuentas?
    Ah, y la mayoría de ellos son propiedad de su Graciosa Majestad la Reina...

    ResponderEliminar
  2. Yo tambien lo leia preguntandome si esa familia es la tuya, pero en cualquier caso me parece un relato realmente logrado por lo bien que encaja el interes de la propia historia con la perfeccion de la narracion, y sobre todo por la carga simbolica que tiene algo tan real como esa vivienda y las obras llevadas a cabo en ella.

    ResponderEliminar
  3. Respetar fachadas y trocear casonas...lo veo casi como una metáfora del culto a las apariencias en este desdichado país nuestro. O ahora ni eso, ni cuidar las apariencias

    ResponderEliminar