lunes, 31 de marzo de 2014

Apuntes para una historia de la contracepción y asuntos relacionados


Robert Owen
Robert Dale Owen (1801-1877), segundo hijo del famoso Robert Owen (Dale era el apellido de Caroline, la madre, hija del propietario fabril de New Lanark donde Owen desarrollaría su socialismo utópico; que no fue tan utópico porque en 1832 ya había en el Reino Unido unas 500 cooperativas, la fórmula que inventó como alternativa viable al sistema capitalista).

New Harmony, pequeña ciudad en Indiana que fue fundada a principios del XIX por los harmonitas, una sociedad teosófica de alemanes desplazados a los USA. En 1925, Robert Owen la compra para construir allí una comunidad socialista, experimento que no llega a cuajar, disolviéndose en 1829. Robert Dale acompaña a su padre a América y se ocupa, entre otras cosas, de la revista de New Harmony.

Frances (Fanny) Wright
A Frances Wright (1795-1852), escocesa, lo de ir en contra del pensamiento establecido también le venía de familia. Al igual que Robert Dale, hija de padre industrial de ideas radicales (amigo de los revolucionarios franceses), pero éste (y su madre) murieron siendo ella muy niña. También ella acabaría estableciéndose en los Estados Unidos, aprovechando que acompañaba a un anciano Lafayette en la famosa visita que hizo invitado por Monroe para conmemorar los cincuenta años de independencia. Ya había oído hablar de New Harmony y allí fue; en el número de octubre de 1925 en la revista de Robert Dale se publica un ingenuo artículo suyo: "Un plan para la abolición gradual de la esclavitud en los Estados Unidos, sin peligros ni pérdidas para los ciudadanos del Sur". De ahí a las afueras de Memphis (Tennessee), donde fundaría Nashoba, una comuna para acoger esclavos y prepararlos para la libertad (enviándolos a Liberia o Haití). Pero sobre todo fue apasionada activista de los derechos de la mujer, una feminista cuando apenas había.

Robert Dale Owen
Los Owen han vuelto a Gran Bretaña pero enseguida Robert Dale regresa a América para establecerse en Nueva York y ocuparse de la edición del Free Enquirer, semanario socialista y anticristiano fundado por su admirada Fanny. Para el inicio de su treintena, el hombre ya tenía muy estructuradas sus ideas, y entre ellas un lugar prominente ocupaban las relativas a la igualdad y libertad sexual, como expone en su Psicología moral, el primer libro que en los Estados Unidos abogaba abiertamente por el control de la natalidad, aunque no pasara de proponer el coitus interruptus. En la primavera del 32 se casa en una ceremonia civil con Mary Jane Robinson, durante la cual declara: "No puedo despojarme legalmente de los injustos e inicuos derechos que esta ceremonia me otorga sobre los bienes y la persona de mi esposa, pero sí puedo hacerlo moralmente. Declaro aquí inequívocamente que me considero, y así deseo que los demás me consideren, carente ahora y por el resto de mi vida de cualquiera de esos derechos, reliquias bárbaras de un despótico sistema feudal, que son un insulto al buen sentido de una época civilizada y que están destinados a ser enteramente barridos por el curso del devenir".

Charles Knowlton (1800-1850) vivió toda su vida en Massachussetts. Otro hombre curioso que decidió pensar por sí mismo, al margen del estrecho puritanismo de la Nueva Inglaterra de la época. Estudió medicina y desde muy joven empezó a practicarla, encontrándose desde muy pronto con problemas legales (los primeros por llevar a cabo disecciones "prohibidas"). Sus inquietudes intelectuales le llevaron enseguida a posiciones ateas y materialistas, que plasma en su primera obra, Materialismo moderno. Por esas fechas viaja a Nueva York y probablemente conoce a Robert Dale Owen y otros librepensadores, cuya influencia puede detectarse en sus escritos. En 1832, como médico rural en la pequeña villa de Ashfield, publica la obra que le hará pasar a la historia: Los frutos de la filosofía, o el compañero privado de los jóvenes matrimonios, que reparte entre sus pacientes. En ese libro, además de explicar la concepción (bastante ignorantes tenían que ser sus paisanos), propone un método de su invención para controlar la natalidad: lavado de vagina postcoital con cierta solución química. El cura del pueblo (pastor, para ser más exactos) se enfureció y se ocupó de que lo procesaran por blasfemia y llegaron a condenarlo a tres meses de trabajos forzados. Pero el libro alcanzó una segunda y mucho más amplia edición, distribuyéndose por todos los USA y dando el salto a Inglaterra.

Naturalmente, la contracepción era de sobra conocida y practicada en el siglo XIX, si bien de forma privada, sin referirse a algo que desde luego se consideraba pecaminoso y contrario a los designios divinos que debían regir el orden social. Pero, al fin y al cabo, era un asunto de conciencia, en el que las leyes no se metían hasta que decidieron meterse. En la segunda mitad del siglo, en plena era victoriana, el puritanismo dominante pasa a la acción. En Inglaterra, al amparo de las primeras leyes sobre obscenidad (1857) se prohíben los métodos anticonceptivos disponibles (siempre les quedaría la abstinencia) y pronto les seguirían los norteamericanos, con la creación en la década de los setenta del Social purity movement que pretendía abolir la prostitución y otras prácticas sexuales contrarias a la moral cristiana, además de, entre otras cosas, oponerse a la contracepción.

Anthony Comstock
Anthony Comstock (1844-1915) fue un verdadero fanático, obsesionado con suprimir la plaga de vicios que invadía América. Como fundador del movimiento ya citado para la pureza social (o sexual, que es lo mismo), consiguió que el Congreso aprobara en 1873 la Ley que lleva su nombre y que prohibió difundir a través del correo postal (institución para la que trabajaba) cualquier material que pudiera considerarse obsceno, incluyendo información o publicidad sobre métodos anticonceptivos. La "legalidad" de la contracepción no se recuperó hasta que este aspecto de la Ley fue declarado inconstitucional en 1936 (aunque siguió vigente en relación a otros asuntos, especialmente la pronografía). No satisfecho con su éxito legal, Comstock dedicó la vida a su patética cruzada, amargando a cuantos "viciosos" encontraba (incluso llevando a algunos al suicidio) con métodos abusivos e intolerantes; no deja de ser sorprendente que muriera tranquilamente de viejo en su casa de Nueva Jersey.

En ese clima de acoso legal e ideológico a la contracepción, hacia fines del XIX empiezan a surgir en los dos ámbitos del mundo anglosajón los primeros movimientos combativos a favor del control de la natalidad. Y en esta siguiente etapa de la historia mucho tienen que ver las mujeres (no en balde son ellas las más afectadas). Pero dejo la continuación de estos apuntes para otro día.

 
I shot the sheriff - Eric Clapton (461 Ocean Boulevard, 1974)

¿A que pocos saben que Bob Marley escribió esta canción –la que le haría famoso gracias a la versión de Clapton– en un arrebato de rabia personal contra el control de natalidad? Si bien la máxima estrella del reggae se casó con veintiún añitos recién cumplidos con Rita y nunca se divorciaría (tampoco vivió demasiado ya que murió con sólo 36), parece que su estado civil no fue obstáculo para tener muchas otras amantes. Se cuenta además que le gustaba lo de procrear y prueba de ello es que a los cuatro hijos con su esposa hay que sumarle otros nueve con otras tantas "novias". Una de ellas, Esther Anderson, una preciosa actriz jamaicana, no tenía ninguna gana de dejarse preñar por el cantante y tomaba regularmente las píldoras que le recetaba su ginecólogo, un tal Dr. Henderson. Los mitómanos de Marley aseguran que éste llegó a cogerle verdadera tirria al médico y lo cambió en el sheriff Brown de la canción para darse el gusto de decir que le había pegado un tiro. Colin Grant, el biógrafo de los Wailers, escribe que Esther Anderson aseguraba que en esta rabia se encuentra la explicación de los crípticos versos siguientes: Sheriff John Brown always hated me, / For what, I don't know: / Every time I plant a seed, / He said kill it before it grow (El sheriff Brown siempre me odió / El porqué no lo sé / Cada vez que yo plantaba una semilla, / Él decía: mátalo antes de que crezca).

martes, 25 de marzo de 2014

Adolfo Suárez y yo

Fíjate lo que son las cosas que ahora que Adolfo Suárez acaba de morir me entero de que nos conocíamos. Según me cuenta mi madre, a quien el recuerdo le ha venido con motivo del despliegue televisivo de este fin de semana sobre el primer presidente de la democracia, Adolfo y su mujer vinieron a casa con sus hijos allá hacia el año setenta (la fecha es aproximada). Fue una tarde a la hora de la merienda y ambas familias estuvimos en el salón de casa al que habitualmente no nos permitían entrar, pero sí esa vez porque las visitas traían niños. Yo tendría diez u once años, "muy mayor" para los hijos de Suárez, así que imagino que los ignoraría desde mi altiva superioridad. Mi hermana Paula, en cambio, sería más o menos de la edad de Mariam, la hija mayor que murió de cáncer en 2004. Lo cierto es que no guardo el menor recuerdo de esa tarde, lo cual no me sorprende en absoluto porque a estas alturas ya sé de sobra cuan desastrosa es mi memoria. Lo que sí me asombra, en cambio, es que mi madre con ochenta años sea capaz de describirme detalles de esa reunión: que yo me fui a leer un libro a mi cuarto, cómo se habían distribuido los adultos en el sofá (que ahora ella tiene en su actual casa), que mi hermana pequeña, entonces un bebé, empezó a llorar dando pie a los Suárez a dar por concluida la visita ...

Mi padre conocía a Suárez porque ambos habían trabajado en el Movimiento (como conocía a muchos de los que formarían luego la UCD). Sin llegar a ser íntimos, sí mantuvieron trato amistoso durante el segundo lustro de los sesenta. Posteriormente, durante los primeros setenta, la frecuencia con que se veían fue disminuyendo progresivamente. Este enfriamiento de la relación no se debió a ningún enfado o desapego afectivo; simplemente, las ocupaciones de ambos los fueron llevando a ámbitos separados. La tarde de la reunión en nuestra casa mi padre ya no tenía mucha relación con la Secretaría General del Movimiento y Suárez era ya director general de Radio Televisión Española. Luego, en el setenta y cuatro, mi familia se mudaría a Lima y a la vuelta Adolfo Suárez ya era presidente del gobierno. De hecho, de lo que sí me acuerdo es de cuánto le sorprendió a mi padre que lo nombraran; aunque le tenía moderado cariño, no lo consideraba nada adecuado para el puesto. No tengo ni idea de si, una vez regresados a España, mi padre volvió a quedar con Suárez, pero teniendo en cuenta que no participó en ninguna de las movidas políticas de la Transición (y mucho menos estuvo en la UCD), dudo que hubiera más encuentros. Duda que ya nunca podré despejar.

¿Y por qué fueron los Suárez a mi casa esa tarde remota? Pues resulta que ellos tenían como empleada del hogar a una mujer separada latinoamericana que había llegado a España con su hija de diecisiete o dieciocho años. Estaban encantados con la mujer, a la cual tenían mucho cariño, pero no podían hacerse cargo de la chica (supongo que los sueldos de un alto cargo en el tardofranquismo no serían suficientes para cubrir un alto tren de vida, salvo para quienes lo complementaban con prebendas de origen poco ético). Como esas personas habían vivido en Estados Unidos, pensaron que Grace, la hija, podría ganar unas pesetillas enseñando inglés a los hijos de los amigos. Tal era el motivo práctico de la visita: colocar a Grace a mis padres para que nos diera clases particulares de ese idioma. Y mis padres aceptaron, así que la chica estuvo viniendo durante unos meses a machacarnos con ese idioma a los tres mayores. Se sentaba con nosotros en el que llamábamos el cuartito (una habitación mínima junto a la cocina en la que apenas cabía una mesa camilla) y se esforzaría en que algo aprendiéramos. A la vista de mi pobre nivel de inglés, poco éxito debió tener la muchacha conmigo.

Tampoco me acuerdo de Grace, una chica alta, delgada, de ojos grandes y pelo largo muy negro, según la vívida descripción que hace un rato me ha hecho mi madre. Sin embargo al oír su nombre algo ha resonado débilmente en las insondables profundidades de mi memoria. Prueba de que, en efecto, mis recuerdos de ella deben estar guardado en alguna parte remota de mi disco duro. Seguramente también la visita de los Suárez, pero de esos recuerdos he perdido completamente la ruta de acceso. Qué se le va a hacer.

 
Mala memoria - Julieta Venegas (Sí, 2003)

domingo, 23 de marzo de 2014

La Cuasi-Guerra

Cuando los Estados Unidos iniciaron su "revolución" que había de llevarles a alcanzar la independencia, las dos potencias europeas –y por ende mundiales– eran Francia e Inglaterra. Al margen de la retórica democrática y republicana que tanto influiría en la inminente Revolución Francesa (recuérdese a Lafayette), el apoyo gabacho a los rebeldes americanos tenía mucho más que ver con intereses económicos propios, los cuales pasaban naturalmente por perjudicar los de los ingleses. A la firma del Tratado de Versalles (3 de septiembre de 1783), después de casi ocho años de guerra, ciertamente el sentimiento general entre los recién independizados era de cariñosa gratitud para los franceses y hostilidad hacia los británicos y, para ello, no hay más que examinar el maltrato que recibieron los llamados "leales" (en flagrante incumplimiento de la cláusula sexta) que, en su gran mayoría, hubieron de abandonar sus tierras y emigrar. Sin embargo, pasada una década, las tendencias emocionales se habían invertido. Para entenderlo hay que recordar que los hombres que sentaron las bases de la nueva nación y que habían ido acaparando el poder no eran ya ni jóvenes ni radicales; muy al contrario, sus inclinaciones eran fuertemente conservadoras, tanto al norte como al sur de la conocida línea Mason-Dixon. Por eso, sobre todo a partir de la Revolución Francesa, se miraba a la monarquía británica, el más firme bastión del conservadurismo, con cada vez mayor simpatía. De otra parte, por más que durante los primeros años del joven país los ingleses se hubieran dedicado a incordiar los intereses norteamericanos, lo cierto era que el comercio de Estados Unidos dependía sobre todo de aquéllos y, por tanto, era fundamental para la prosperidad de los bussiness men allanar los recelos y propiciar la buena voluntad de la antigua metrópoli. En cierto modo, esta progresiva "anglofilia" hay que relacionarla con el primer debate político y económico que vivió la nueva nación y que generó la creación de los dos primeros partidos: el federalista y el republicano-demócrata. Políticamente, la discusión se centraba en el equilibrio de poderes entre el Estado central y los estados herederos de las Trece Colonias (cuyo número fue incrementándose tras la independencia); económicamente, la pugna era entre quienes defendían un desarrollo basado en la agricultura y los que apostaban sobre todo por el comercio y los negocios. Sobra decir que quienes más ventajas obtuvieron fueron los federalistas, defensores tanto de la primacía del Estado central como del desarrollo capitalista; ya desde los primeros tiempos, antes incluso de entrar en el siglo XIX, podría aventurarse que a esta nación que no llegaba a los cuatro millones de habitantes le esperaba un futuro glorioso, que estaba llamada a ser el ostentador del poder imperial. Pero ese "destino manifiesto" no lo era tanto entonces y mucho se debió a las singulares formas de pensar y actuar de sus dirigentes, incluso las de los primeros.

Uno de los hombres clave en la formación política de los jóvenes Estados Unidos fue Alexander Hamilton, Secretario del Tesoro (1789-1795) durante los dos mandatos de George Washington. Hamilton, probritánico e indiscutible líder del partido federalista, puede considerarse el artífice de que Estados Unidos lograra desembarazarse de la alianza que tenía suscrita con Francia para orientar la política exterior hacia Inglaterra. Elemento fundamental para su objetivo era difundir en América las atrocidades del Terror, espantando a los americanos, por más que los idearios políticos de ambas repúblicas fueran primos hermanos. Enfrente de Hamilton estaba el partido demócrata republicano y, sobre todo, Thomas Jefferson; pero hasta a los más francófilos les costaba mantener públicamente sus simpatías a medida que se conocían los acontecimientos franceses y lo bien engrasada que mantenían la guillotina; la palabra jacobino adquirió entre los yanquis de entonces un significado equivalente al que tendría la de comunista en los momentos más álgidos de la guerra fría. En 1793, Estados Unidos se declaró neutral en el conflicto europeo (la guerra de la Primera Coalición) y hacia el final de ese año quienes defendían a Francia estaban ya en abrumadora minoría, tanta que Washington se vio obligado a expulsar a Jefferson del gobierno. Pese a la voluntad del primer mandatario de mantenerse al margen de los partidos, en 1794 aceptó enviar a John Jay, el presidente del Tribunal Supremo, a Londres para resolver las diferencias con los ingleses y, tras medio año de negociaciones, suscribió el Tratado de Londres (conocido como Tratado Jay) el cual, aparte de generar agrias discordias en los USA, cabreó profundamente a los franceses (especialmente irritante les resultó que los americanos reconocieran la deuda con Gran Bretaña y en cambio intentaran eludir el pago de los casi doce millones de dólares que les debían, argumentando que el pacto había sido con Luis XVI y no con la naciente república gala). Los franceses, entonces, empezaron una campaña de hostigamiento de los barcos mercantes americanos (copiando lo que ya habían practicado los ingleses), además de varios actos diplomáticos que parecían sugerir una ruptura de las relaciones entre ambos países y que animó a los más radicales de los federalistas a pedir que se les declarara la guerra. En ese clima prebélico, llegó a la presidencia John Adams, quien antes de acceder a los deseos de los halcones de su propio partido, quiso intentar la vía diplomática que evitara la guerra. Así, en 1797, John Marshall, federalista de Virginia, y Elbridge Gerry, demócrata republicano de Massachussetts, viajaron a París para lograr algún tipo de acuerdo con el Directorio que suavizara las tensas relaciones.

El ministro de asuntos exteriores francés era nada menos que Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, uno de los tipos más venales del extenso catálogo de políticos corruptos. Talleyrand no quiso entrevistarse con los delegados norteamericanos (entre los que también estaba Charles Pinckney, quien ya ejercía en Francia como embajador) y les mandó a tres intermediarios. Éstos plantearon demandas que a los estadounidenses les resultaban inaceptables y entre las que, para su escándalo, figuraba el pago de un fuerte soborno al ministro. Hay que tener en cuenta que para entonces Francia arrollaba en Europa gracias a las campañas italianas de Napoleón, lo que permitió a Talleyrand exhibir una insultante arrogancia ante los recién llegados del otro lado del Atlántico; incluso les amenazó con invadir los Estados Unidos. De otra parte, aunque suele simplificarse el asunto reduciéndolo al intento de soborno (que lo hubo), las intenciones de Talleyrand, manipulador extremadamente hábil, eran de más largo alcance y para lograrlas le interesaba "entretener" a los diplomáticos americanos, a la espera de que su conspiración para poner a Bonaparte en el poder tuviera éxito. La historia oficial estadounidense narra el fracaso de esta intentona conciliadora haciendo hincapié en el noble comportamiento moral de su política: indignados ante la corrupción del Directorio, los delegados rompen los tratos y se vuelven a casa. Naturalmente, lo que enseguida ordenó el presidente fue hacer públicos los detalles de las negociaciones (algo muy poco correcto en las relaciones diplomáticas) para soliviantar a sus ciudadanos, propiciar el conveniente clima de patriotismo francófobo y, de paso, que su partido ganara escaños en el Congreso. También gracias a la torpeza de Talleyrand y a la calculada indiscreción yanqui, se destinaron cuantiosos recursos a la construcción de los primeros barcos de guerra, formándose la Marina estadounidense. Pero, al mismo tiempo, Adams se negó a declarar la guerra con el argumento de que los Estados Unidos nunca serían los atacantes, discurso que con mucha frecuencia han repetido sus gobernantes a lo largo de la historia: siempre que entran en guerra lo hacen "obligados", forzados a renunciar al pacifismo intrínseco a sus esencias nacionales.

Lo cierto es que durante unos dos años los Estados Unidos y Francia se involucraron en continuas batallas navales en la costa sur y en el Caribe. Fue la llamada Cuasi-Guerra que, pese a no haber sido nunca declarada oficialmente, puede considerarse el primer conflicto internacional de los USA, cuando la república apenas contaba con quince años de vida. Al poco de alcanzar el poder, Napoleón, nada interesado en tener problemas con los americanos que le distrajesen de sus objetivos europeos, accedió a firmar con Adams el Tratado de Mortefontaine (septiembre de 1800) que permite a los Estados Unidos asentar su neutralidad libre de cualesquiera compromisos con las potencias europeas, requisito necesario para iniciar su propio camino imperial (muy poco después, por cierto, conseguirían también de Napoleón la adquisición de la inmensa Luisiana, asunto sobre el que ya escribí calificándolo como el mayor negocio de la historia). A partir de entonces, en el siglo XIX, los americanos dedicarían mayoritariamente sus energías bélicas dentro de casa para ampliar sus dominios masacrando indios y para matarse entre ellos en la Guerra de Secesión y unificar el país. Pero ello no impidió que desde fechas tempranas tuvieran presentes objetivos expansionistas e intervencionistas, los cuales (al margen de algunas aventurillas menores) se manifestaron con toda crudeza en los ataques a México nada más independizarse de la Corona española. Y desde ahí sin pausa hasta la fecha. Probablemente el país que, en toda la historia universal, más ha recurrido a la fuerza como instrumento básico de su política pero, al mismo tiempo, siempre enormemente preocupado de presentarse como adalid de la paz y de la justicia. Que la gran mayoría de los americanos se crea los sucesivos discursos oficiales (sangrantemente hipócritas tras la Segunda Guerra Mundial), que considere que, en efecto, viven en "la tierra de los libres", no deja de parecerme a la vez un milagro de ingenuidad y de manipulación. Pero así son las cosas.


P.S: Esta canción, Hail, Columbia, fue compuesta en esos años de tensión franco-americana, buen ejemplo de esa larga ristra de deleznables soflamas musicales a que tan aficionados han sido siempre los estadounidenses y que han demostrado no poca efectividad para avivar el patrioterismo emocional, muy conveniente para que los gobiernos puedan hacer en cada momento lo que les conviene (a ellos y sus intereses, no necesariamente a los ciudadanos). El tema fue cantado en todas partes con delirantes aplausos y hasta los más francófilos de los demócratas republicanos fueron reducidos a silencio. "Firmes y unidos estemos en torno a nuestra Libertad, como un grupo de hermanos, y encontraremos la paz y la seguridad".

miércoles, 19 de marzo de 2014

Pérsonal chóper

– Hoy, queridas amigas, vamos a hablar de una profesión de rabiosa actualidad que a muchas de nosotras, estoy segura, nos apasiona: la de personal shopper. Para hacerlo, nos acompaña una mujer extraordinaria, Gaby de Olaizola, executive consultant del prestigioso Fashion Atelier de Madrid. Bienvenida, Gaby.
– Buenos días, Mariló. Encantada de estar en tu programa.
– Para empezar, querida Gaby, ¿por qué no nos explicas qué hacéis las personal shopper?
– Antes de nada, si me lo permites Mariló, tengo que corregirte porque creo que es importante que tus oyentes no se formen una idea falsa. Personal shopper es una profesión tan válida para mujeres como para hombres.
– Bueno, bueno. ¿Acaso no predominan mayoritariamente las mujeres en tu profesión? Yo pienso –perdona que sea tan clara pero acostumbro a no plegarme a lo "políticamente correcto"– que el buen gusto, el detallismo, la capacidad de escuchar y tantas otras habilidades tan necesarias para ser personal shopper son mucho más propias de las mujeres que de los hombres. No digo que no haya algunos hombres que también las posean, que sean más femeninos, ya me entiendes. No me parece que a estas alturas, después de tantos siglos de opresión, las mujeres tengamos que disculparnos por reivindicar la feminidad, por reclamar ámbitos casi exclusivos en el sistema laboral, máxime cuando se les reconoce el prestigio que está adquiriendo éste al que te dedicas. Pero dejemos este asunto y disculpa, que reconozco que me subleva un poco. Si no te importa, cuéntanos cómo es tu trabajo que es lo que nuestras oyentes quieren escuchar.
– Pues básicamente de lo que se ocupa una personal shopper es de asesorar al cliente en cuanto a su imagen. A mí me gusta decir que nuestro cometido es conseguir sacar lo mejor de él o de ella, lograr que se vea radiante y especial; antes de nada a sí mismo, lo cual supone en el fondo afianzar su aplomo y autoestima.
– Me encanta. Así que no sois simplemente unas empleadas que le hacen las compras al jefe que no tiene tiempo ...
– Bueno, Mariló, ése es un error muy frecuente porque, al fin y al cabo, así se traduce los de personal shopper y, si mi apuras, hay que reconocer que también es verdad que cuando nació la profesión, allá en los ochenta en Nueva York –que mira que ha llovido, para que algunos digan que somos unos recién llegados– pues era para eso, para hacerles las compras a los ejecutivos con agendas imposibles. Y seguimos haciéndolas, no te vayas a creer. Pero se trata sólo de uno de nuestros servicios, para nada el trabajo completo.
– Entonces, Gaby, ¿sería correcto decir que, igual que un publicista se ocupa de presentar un producto con la mejor apariencia posible, vosotras hacéis lo mismo con las personas?
– Al decirlo así recurres a términos que suelen entenderse en sus connotaciones más negativas. Cuando hablamos del marketing o de la publicidad, pensamos que se trata de engañar para vender, para ganar dinero; cuando hablamos de apariencias, creemos que es algo falso que no refleja la esencia, lo que de verdad es una cosa o, en nuestro caso, una persona ...
– Ya conoces el refrán: las apariencias engañan ...
– Sí claro, una perfecta tontería, un tópico que ha hecho mucho daño y que, como la historia se ha encargado de demostrar hasta la saciedad, es completamente falso. Somos lo que mostramos, porque la esencia del ser humano se proyecta hacia el exterior. Eso no quiere decir que lo que llamamos nuestra apariencia sea de lectura evidente. La expresión de lo que somos, la construcción de nuestra apariencia, es algo que requiere conocimiento, esfuerzo y ahí es donde entramos los profesionales. Quizá te suene un poco rimbombante pero te diría que conseguir hacer adecuadamente legible nuestra personalidad es probablemente el primer cometido de toda persona, porque sólo así "llega a ser".
– Chica, te veo muy filosófica, no vayas a asustar a las oyentes ...
– Bueno, Mariló. Ésta es una profesión que, aunque no cuente todavía con una carrera universitaria específica, bebe de muchas disciplinas académicas. Yo, por ejemplo (y no creas que soy una excepción) me licencié en psicología y tengo varios másters; en filosofía, semiótica, fashion marketing, etc. Creo que es importante acabar de una vez con esa idea de que somos niñatas frívolas con afición al shopping. Pero, para recuperar el que creo que debería ser el mensaje principal y recurriendo como has hecho tú a los refranes, a mí el que me gusta es ése de que la cara es el espejo del alma. Si lo formulamos con más propiedad diríamos que la apariencia es el espejo de lo que somos. Ayudar a cada persona a que su espejo sea lo más fiel posible es nuestra función. Fíjate qué importante. Porque, que nadie se equivoque, a través de ese espejo no sólo te ven los demás, sobre todo te ves tú misma. Decían los griegos que el primer deber del ser humano es conocerse a sí mismo. Y yo, permíteme la inmodestia, añado que somos lo que creemos ser. Es decir, que ayudamos a que alguien sea, a que crezca su ser, a que progrese en la búsqueda de su plenitud como persona. En fin, perdona el rollo.
– En absoluto, Gaby, en absoluto. Me parece interesantísimo y se nota que eres una apasionada de tu profesión y además una mujer muy preparada. Creo que tus palabras son muy eficaces para desautorizar a quienes tildan la profesión de frívola, incluso de dañina en términos sociales. Tengo aquí delante un artículo de un conocido personaje público, representativo de lo que llamo izquierdismo trasnochado, en el que os califica de corifeos del peor consumismo, corruptores del alma humana al servicio del capitalismo más decadente.
– Hay que respetar todas las opiniones, desde luego, aunque no las compartamos. Es significativo, sin embargo, que este señor diga lo que dice cuando me consta que es cliente de una compañera y buena amiga mía. Lo cual conviene señalarlo, no como argumento ad hominem sino para hacer notar que hasta para defender que la apariencia es baladí, que –usando sus propias palabras– preocuparse por ella es la más vil concesión al capitalismo deshumanizador, una persona necesita construirse una imagen. Y –fíjate qué ironía– recurre a uno de los profesionales a los que tanto denigra.
– No me digas. Este hombre –entenderán las oyentes que no diga el nombre; cualquiera avisada puede fácilmente descubrirlo– tiene personal shopping. Qué sorpresa. Y qué desfachatez.
– Lo negará si se le pregunta, Mariló, no lo dudes. Y mi compañera no podrá corroborar lo que digo porque, al igual que todas las profesiones que atañen al alma humana, que afectan a lo más íntimo de la persona, la nuestra exige absoluta confidencialidad, somos una especie de confesores. Pero bueno, no es más que una anécdota intrascendente, una entre muchas análogas.
– Volviendo pues al tema y enlazando en cierto modo con las críticas de este señor. ¿Acaso no es verdad que vuestras tarifas son muy caras y que, por tanto, vuestros clientes siempre son individuos de alto poder adquisitivo, representantes del estatus dirigente del capitalismo?
– Nuestras tarifas son bastante variables, atendiendo a la complejidad de cada tarea y a otros distintos factores que resultaría ahora prolijo explicar. Para que te hagas una idea, Fashion Atelier, mi estudio de asesoría de imagen, cobra una media de ochenta euros la hora por los servicios de un profesional. Ten en cuenta, que el tiempo que nuestras personal shoppers dedican al cliente no es sólo el que están a su lado; casi otro tanto se va en trabajos específicos para personalizar el servicio y resolver sus problemas. Además, han de estar en un proceso continuo de formación, la nuestra es una profesión de cambios incesantes que debemos conocer casi antes, te diría de que se consoliden (piensa, por ejemplo, en la volubilidad de las tendencias en moda, por ejemplo). Has de considerar por otra parte que la nuestra, como cualquier empresa, tiene unos fuertes costes fijos. Con todo esto, cualquiera que haga números verá que no se trata de un chollo: mucho trabajo (no exagero si te digo digo que nuestra jornada laboral es de catorce horas) y un sueldo que para nada es desproporcionado sino bajo diría yo: una personal shopper de mi estudio, experimentada y con alta cualificación profesional, escasamente alcanza los tres mil euros mensuales.
– Vale. Pero estarás de acuerdo conmigo en que no todo el mundo puede gastarse 240 euros en tres horas de compras guiadas u otro tanto por un estudio del armario, por citar dos servicios que aparecen en vuestra web.
– No te voy a negar, Mariló, que nuestros clientes son personas de dinero, aunque no creas que de tanto nivel adquisitivo como se piensa. En la actualidad podríamos decir que quienes requieren estos servicios son mayoritariamente de clase media alta, no propiamente de clase alta, porque éstos cuentan ya entre sus empleados sus propios personal shoppers. Justamente, que nuestra profesión se esté afianzando como tal, que podamos animar ahora (y aprovecho esta invitación tuya para hacerlo) a chicas jóvenes para que se formen en este mundo, se debe precisamente a que la demanda se ha extendido y cubre un espectro social más amplio, no limitado exclusivamente a eso que se llama la high society.
– Ya, pero siguen siendo unos servicios minoritarios, ¿no es cierto?
– Cada vez menos, cada vez menos. Pasa como con casi todo. Los coches, por ejemplo, al principio sólo eran accesibles a los muy ricos y hoy es un bien de consumo normal. No descartes que poco a poco la sociedad vaya considerando estos servicios como algo normal y generalizado. En mi opinión, si como ya he explicado, tenemos por misión ayudar al desarrollo personal, es natural prever que nuestra labor vaya progresivamente considerándose como una necesidad social, análoga, por ejemplo, a las consultas de los psicólogos que cubre la seguridad social y, por tanto, accesibles a cualquiera.
– Visto así, desde luego, se abren unas amplias perspectivas que sin duda tienen que estar interesando mucho a nuestras oyentes. Estamos conversando, queridas amigas, con Gaby de Olaizola. No se vayan que continuaremos tras unos breves minutos de publicidad.

 
Enamorado de la moda juvenil - Radio Futura (Música Moderna, 1980)

lunes, 17 de marzo de 2014

El incidente de la isla Maury (2)

El presunto avistamiento de ovnis junto a la isla Maury ocurrió el 21 de junio. Un mes después –el 22 de julio– Kenneth Arnold recibe la carta de Ray Palmer pidiéndole que se dé un salto hasta Tacoma para opinar sobre la verosimilitud del incidente y enviándole 200 dólares para gastos. Entre medias, claro, Crisman le envía a Palmer un paquete con muestras de los fragmentos "extraterrestres" recogidos, copias de las fotos tomadas por Dahl y un carta asegurándole la veracidad del avistamiento (esto es lo que dicen algunas versiones pero, según el posterior informe del FBI, Crisman nunca envío ninguna prueba material). Como fuera, lo cierto es que durante todo un mes estos tipos no dijeron ni mu del incidente a las autoridades locales o federales que es lo que, a mi juicio, cualquiera habría hecho. Salvo, por supuesto, que anduvieran más interesados en hacerse famosos y quizá ricos explotándolo comercialmente. El caso es que, como ya he contado, a finales de julio, Arnold se desplaza a Tacoma, pensando que esos platillos podían ser los mismos que, unos días después, el había visto en las cercanías del Mount Rainier. No tengo claro –hay distintas versiones– si Arnold llega a Tacoma acompañado por su amigo Edward Smith (el copiloto del DC-3 que también había visto platillos volantes) o lo hace llamar a Seattle cuando se ha entrevistado con los dos tipos y visto las "pruebas", pero casi todas las versiones coinciden en que el aviador de la American Airlines participó en estas reuniones.

Fred Crisman
Quien llevaba la voz cantante era, naturalmente, Fred Crisman. Supongo que para dar mayor credibilidad a su testimonio afirmó que cuando Dahl le contó el avistamiento no le creyó y hasta se enfadó porque el barco estuviera dañado. Pero al ver los fragmentos metálicos dudó, así que al día siguiente, para investigar un poco por su cuenta, navegó hacia las inmediaciones de la isla Maury y encontró también él enormes cantidades de escombros desperdigados junto a los acantilados. Mientras recogía algunos miró hacia arriba y vio fugazmente uno de los ovnis que enseguida desapareció tras una nube. Cuando Arnold pidió ver las fotografías, Dahl salió a traerlas de la guantera de su coche, pero habían desaparecido. Según algunas versiones, sí pudieron enseñar otras copias, pero eran de muy mala calidad y estropeadas por unas manchas blancas debidas a la "radiación". Los visitantes tampoco pudieron hablar con el hijo de Dahl, quien presuntamente estaba en el barco durante el incidente. El quinceañero, según palabras de su padre, había desaparecido misteriosamente. Parece ser que apareció luego en Montana (a unos mil kilómetros de distancia) sin que nunca pudiera explicar ni el cómo ni el porqué había llegado allí. Todo muy poco consistente, desde luego, y sin embargo parece que Arnold y Smith creyeron la historia. Quizá les convencieran las palabras de Crisman (quien debía poseer buenas dotes oratorias, como es común en los personajes de su calaña) pero, sobre todo, debieron impresionarles esos extraños restos metálicos caídos desde el platillo volante. Así que Arnold, muy excitado, decide llamar al teniente Frank Brown, de las Fuerzas Aéreas, para que fuera a Tacoma a conocer el caso. (Este aviador había ya entrevistado a Arnold a propósito de su avistamiento en Mount Rainier).

El 31 de julio, procedentes de la base aérea de Hamilton, en California, acuden a Tacoma Frank Brown junto con su colega William Davidson, ambos oficiales de aviación adscritos a los servicios de inteligencia. Se reunen con Dahl y Crisman, en presencia de Arnold y Smith, en la habitación 502 del hotel Winthrop, probablemente en el que se estaban alojando éstos. El Winthrop, que en la actualidad funciona como residencia de ancianos, es un impresionante edificio del centro de Tacoma construido en 1925, durante uno de los periodos de mayor prosperidad de la ciudad (en la foto adjunta se ve el aspecto que presentaba hacia finales de los cuarenta). Quizá Arnold escogiera ese hotel porque rendía homenaje a un personaje del XIX (Theodore Winthrop, 1829-1861) quien en 1853 recorrió la cordillera de las Cascadas y luego escribir dos libros de aventuras que, con sus hiperbólicos elogios, darían fama en todo el país al Monte Rainier (o quizá no y simplemente fuera el hotel de moda por aquel entonces, pero no deja de ser una curiosa casualidad). En fin, que en ese hotel y durante algunas horas estuvieron reunidos los implicados en esta historieta, sin que los dos oficiales de las Fuerzas Aéreas quedaran nada convencidos de lo que contaba Crisman y Dahl corroboraba tímidamente. Los fragmentos metálicos les parecieron simples trozos de aluminio y ni siquiera mostraron la intención de acercarse hasta la isla Maury, con la excusa de que tenían que volver esa misma noche a la base de Hamilton pues al día siguiente (1 de agosto) se celebraba una exhibición aérea oficial. No obstante, para no avergonzar más a Arnold, manifestaron que el asunto merecía una investigación más cuidadosa y decidieron llevarse algunas muestras del "material misterioso" para hacer las pruebas pertinentes en Hamilton. Así que, ya de noche, se fueron al cercano aeródromo militar de McChord, en el mismo condado de Pierce, para volar de regreso a Hamilton en un B-25 militar que saldría a las dos de la madrugada. Antes de embarcar, hablaron con el oficial de inteligencia de la base, quien luego declaró que le dijeron que opinaban que el incidente de la isla Maury era un fraude.

A unos veinte minutos del despegue, se incendió el motor izquierdo del B-25, con la mala pata de que el sistema de extinción de fuegos del aparato estaba estropeado. Además de los dos oficiales investigadores, en el avión iban otros dos aviadores. Brown les ordenó que se pusieran los paracaídas y saltaran, y que él y Davidson lo harían inmediatamente después. Pero no lo hicieron; parece que unos diez minutos después el avión entró en barrena, estrellándose en las cercanías de Kelso, al Sur del Estado, casi en el límite con el de Oregon. No se entiende por qué los dos aviadores no comunicaron por radio el problema ni por qué no se lanzaron en paracaídas cuando la catástrofe era inevitable. Murieron, por supuesto. Pese a que uno de los supervivientes, el sargento Elmer Taft, afirmó que Davidson y Brown entraron al avión llevando entre ambos una pesada caja de cartón donde se supone que iban los materiales provenientes del platillo volante, los militares, que acordonaron la zona del accidente y se pasaron una semana limpiando los escombros del avión e investigando entre sus restos, declararon que nada se había encontrado. Recientemente, en 2007, los directores del "Museo de los Misterios de Seattle" anunciaron que disponían de una gran piedra negra proveniente de ese accidente aéreo; por lo visto se la había entregado Bob Davenport, sesenta años después de que, siendo un adolescente, la recogiera de entre los restos del avión estrellado, adonde acudió inmediatamente con su padre, antes incluso que el sheriff y sus muchachos. He consultado en la web del museo (ahora llamado Northwest Museum of Legend and Lore y, aunque dedican un extenso artículo al incidente de la isla Maury y se refieren al encuentro con Davenport, no dicen nada de que tengan esa misteriosa roca negra ni mucho menos que, como dijeron en 2007, la hayan sometido a pruebas para determinar su origen extraterrestre. A la vista de su estilo literario (y de sus pintas, prejuicios que tiene uno), estos dos tipos, Charlette LeFevre y Philip Lipson, que se autodenominan "los Scully y Mulder del Noroeste", no se me antojan demasiado fiables y más bien parece que su principal interés es hacer rentable su negocio (el propio museo) y vender sus libros sobre misterios


Unos días después del accidente aéreo, The Kelsonian Tribune, ya desaparecido (qué tiempos pasados, en los que una pequeña ciudad de apenas diez mil habitantes tenía su propio periódico local), insinuaba que se trató de un sabotaje para evitar que se conociera la verdad sobre los platillos volantes de Maury. Para entonces, la prensa ya empezaba a difundir "teorías conspiratorias". Parece que alguien de los que había asistido a la reunión en el Winthrop (todas las sospechas recaen obviamente en Crisman) había llamado a varios periodistas para informarles de lo que allí se estaba tratando. De hecho, a la mañana siguiente, un tal Paul Lance, del Tacoma Times, telefoneó a Arnold para decirle que estaba recibiendo llamadas anónimas y que sabía que el B-25 en el que viajaban los dos oficiales había sido derribado por proyectiles de 20 mm. Este Lance, por cierto, murió en circunstancias poco claras apenas dos semanas después y dos años después cerró el Tacoma Times (datos para quienes quieran interpretarlos en clave conspiratoria: los hombres de negro, fueran quienes fueran, se estaban ya ocupando de hacer desaparecer testigos incómodos). En todo caso, las Fuerzas Aéreas concluyeron que el accidente no se debía a ningún sabotaje, sino al incendio fortuito del motor y la posterior rotura del ala izquierda; pero lo interesante es que admitieron que en el avión se llevaba información clasificada aunque, según dijeron, nada tenía que ver con el incidente de la isla Maury.

Harold Dahl
La Air Force también decidió rematar la investigación sobre el asunto, probablemente molestos por el cariz que estaba tomando en los medios. Mandaron a otro oficial a entrevistarse con Dahl y Crisman y éste no se anduvo con tantos rodeos como sus predecesores. Examinó el barco y opinó que los desperfectos poco casaban con los supuestos impactos de los materiales que habían caído desde el ovni, se acercó hasta la isla Maury y no vio los supuestos restos alienígenas, y las muestras que Dahl decía haber recogido no le parecieron otra cosa que escorias de una fundición. Cabreado, les dijo a los dos tipos que como siguieran insistiendo en la historia acabarían siendo juzgados, no ya por fraude sino por su implicación en la muerte de dos oficiales de las Fuerzas Armadas. Los dos tipos, especialmente Dahl, debieron pensar que habían ido demasiado lejos (o, si no mentían, que se estaban metiendo en terreno peligroso) y el 3 de agosto se retractaron públicamente, declarando que todo se lo habían inventado. A partir de ahí, Dahl no vuelve a abrir la boca. En los sesenta, unos "ufólogos" entrevistaron a su hijo Charles y éste les confirmó que todo había sido una patraña montada por Crisman, que nunca habían visto platillos volantes y obviamente tampoco había sido herido en el brazo por ningún fragmento de metal ni había muerto el perro de la familia. Más recientemente, en 2007, la hija de Dahl, Louise, casi ocotogenaria, aseguró igualmente que nada de todo eso había sido cierto y que su padre fue víctima de las artes embaucatorias de Crisman. Asunto zanjado pues, se trató de una burda mentira producto del afán de notoriedad de un estafador. Sin embargo, no acabó ahí la cosa. En el número de enero de 1950 de la revista Fate –fundada por Ray Palmer después de ser despedido de Amazing Stories– Crisman volvió a asegurar la veracidad del avistamiento. Pero más curioso es que Kenneth Arnold incluyera el incidente en su libro de 1952 (escrito con Palmer) The coming of the saucers, teniendo en cuenta que, tras pasar por el ridículo de las investigaciones, estaba bastante disgustado con el asunto (incluso le dijo a Palmer que sentía incapaz de cumplir el encargo que el editor le había hecho). Pero algo debía rondarle la cabeza cuando decidió coger su avioneta y regresar a casa; años después contó que un periodista de la United Press de Tacoma le había aconsejado que se largara de la ciudad antes de que se encontrara con graves problemas. En su viaje de vuelta paró en Pendleton (Oregon) a echar gasolina; luego, en pleno vuelo, el motor se le paró y con apuros logró aterrizar sin sufrir daños para descubrir que alguien había cerrado la válvula del combustible. ¿Cuánto de esto y de más que no escribo es cierto? Para muchos, desde luego, el incidente de la isla Maury sí ocurrió y fue tapado por el Gobierno. Que los Dahl lo negaran se convierte así en prueba de su veracidad (tenían miedo) y alegan documentos del FBI que apuntarían a que la organización de Hoover sabía que la historia era cierta. Pero sobre las derivaciones de este asunto hacia las teorías conspiratorias ya escribiré en un próximo post.

 
U.F.O. - Coldplay (Mylo Xyloto, 2011)

viernes, 14 de marzo de 2014

El salto del caballo

Como es sobradamente conocido, el ajedrez tiene su origen en la India y de ahí pasaría a Persia con el nombre de Chaturanga. En los llamados años oscuros europeos, mientras los "bárbaros" se iban asentando en las antiguas provincias del Imperio, a todo lo largo del Imperio Sasánida, desde Egipto y Turquía hasta Pakistán, ya se jugaba a lo que llegaría a ser el ajedrez. Los persas serían conquistados por los Omeya islámicos y, gracias a ellos, el juego entraría en Europa en el siglo octavo a través de sus dos extremos: Constantinopla, desde donde los varegos los llevaron a Rusia, y España, a partir de la conquista (mucho habría que discutir sobre la pertinencia de este término) de Tarik y los suyos. Ciertamente, fueron los cristianos peninsulares quienes durante la Baja Edad Media, ya familiarizados con el juego, lo empezaron a exportar hacia las áreas vecinas, en especial la Provenza e Italia. Obviando el famoso códice Juegos diversos de Axedrez, dados, y tablas con sus explicaciones, ordenados por mandado del Rey don Alfonso el sabio de finales del XIII, fue en los territorios de la Corona de Aragón donde más abundaron los practicantes y teóricos del juego. Se cuenta la anécdota de que Fernando el Católico, gran aficionado, se pasó varias reuniones con Colón concentrado en sus partidas, mientras Isabel negociaba con el navegante la adscripción de las tierras a descubrir a la corona de Castilla; de ser cierto, es inevitable elucubrar si el destino de la América hispana habría sido distinto de haber estado el rey aragonés más atento. En todo caso, lo que parecen tener bastante claro los historiadores del ajedrez es que sería hacia principios del XVI cuando puede considerarse que surge lo que propiamente podemos llamar ajedrez moderno, unificándose las reglas y empezándose a desarrollar una abundante literatura analítica sobre el juego. Así, hacia 1495, Luis Ramírez de Lucena, publica en Salamanca el que es el primer tratado de ajedrez conocido ( Repetición de amores y arte de ajedrez) y unos años después, en 1512, un portugués sefardí, hace su versión en italiano (Libro da imparare giocare a scachi et de li partiti) en el mismo centro de la cultura renacentista, Roma.

Pero a la vez que el ajedrez se asienta en la Europa cristiana como el juego "intelectual" por excelencia, también se populariza fuente de inspiración para múltiples problemas de ingenio que están en la base de no pocas ramas de las matemáticas. Sin duda, el caballo con su singular movimiento, es la pieza que siempre ha generado más fascinación; de hecho, hay no pocos problemas que se agrupan bajo el nombre de "recorridos del caballo", siendo el canónico el de lograr que el caballo pase por todas las casillas del tablero. Aunque hay precedentes "orientales" de este tipo de problemas (y de cualesquiera otros derivados de los antecesores del ajedrez) entre los chinos, indios y árabes, los primeros escritos europeos de esta naturaleza provienen de la Baja Edad Media. Especialmente relevante es un manuscrito en latín de la primera mitad del XIV conservado en la Biblioteca de París y atribuido a un tal Nicolás de Nicolai, probablemente un picardo que estudiaba en las universidades lombardas; se trata de una colección de problemas sobre el salto del caballo (Bonus Socius) de origen medieval. Este manuscrito sería aprovechado casi doscientos años después por Paulo Guarini di Forli. Este Guarini ha pasado a la historia por ser uno de los primeros que montó una imprenta estable en la península italiana; en 1495, asociado con el boloñés Gian Giacomo Benedetti que tenía algunos años más de experiencia, monta el primer taller tipográfico en Forli, convirtiéndose en difusor de escritos, actividad muy acorde con sus notables aficiones intelectuales, tan propias del humanismo renacentista. El hombre alcanzó notoriedad en su ciudad y llegó a ocupar diversos cargos públicos, varios de ellos de los que hoy llamaríamos diplomáticos, viajando confreceuncia y residiendo por temporadas en Roma. Es en esta capital donde publica en 1512 el elegante problema de los cuatro caballos al que le debe la inmensa mayoría de resultados de Google a él referidos, y eso que no era ni ajedrecista ni matemático, tan sólo un aficionado. No sé si el problemilla se le ocurrió a él o lo encontró en alguno de los muchos manuscritos que en su calidad de editor y bibliófilo pasarían por sus manos. En todo caso, suya es la gloria de haberlo popularizado y consiguientemente bautizado; seguro que cuando lo publicó ni imaginaría que pasaría a la historia gracias a este simple pasatiempo y prácticamente se olvidarían todas sus demás actividades.

Por si a alguien le apetece desengrasar las neuronas, planteo a continuación el problemilla (como es bastante conocido, la solución se encuentra enseguida en internet; pero eso sería hacer trampa, lo cual no concibo en ninguno de mis lectores). En un tablero de 3x3 se disponen los cuatro caballos de ajedrez en las cuatro esquinas. Se trata de, en el meno número de movimientos posible, intercambiar sus posiciones; es decir que los dos caballos blancos pasen a ocupar los escaques iniciales de los dos negros y viceversa. Naturalmente, cada caballo se mueve de acuerdo a las reglas del juego.
   

 
Wild horses - The Rolling Stones (Sticky Fingers, 1971)

Solución: Cada tablero reproducido a continuación refleja la posición de los cuatro caballos después de cuatro movimientos (uno por cada caballo). Es decir, para llegar al tablero 4 y último, cada caballo se ha movido 4 veces y, por tanto, el número mínimo de movimientos es 16.



lunes, 10 de marzo de 2014

El incidente de la isla Maury (1)

El 21 de junio, hacia las dos de la tarde, Harold Dahl con su hijo de quince años y el perro de la familia (en algunas versiones se dice que había dos tripulantes más) patrullaba como guardacostas las aguas del estrecho de Puget, un profundo entrante del Pacífico frente a las costas del estado de Washington. En un determinado momento alzó la vista y vio seis máquinas de forma parecida a un buñuelo (o a un donut) que se mantenían a unos seiscientos metros sobre ellos. Uno de los ovnis parecía averiado porque descendía abruptamente, mientras los otros le acompañaban rodeándole y manteniéndose a una altura algo por encima. Según Dahl ninguna de las máquinas poseía hélice o cualquier otro medio visible de propulsión y ni siquiera emitían el menor ruido; calculó que tendrían unos 30 metros de diámetro con un orificio central de unos nueve. El guardacostas tomó cuatro fotografías mientras observaba las maniobras aéreas de esos artefactos. De pronto se oyó un golpe sordo y el aparato averiado escupió montones de fragmentos laminados por su abertura central. Eran piezas metálicas incandescentes que al caer al agua levantaban vapor; los del barco trataron de refugiarse de esa singular lluvia, pero uno de los fragmentos cayó sobre el perro matándolo, mientras que otro hirió en el brazo al uchacho. Al poco rato, las aeronaves se alejaron adentrándose en el océano. Estupefacto, Dahl trató de comunicar con su base pero la radio no funcionaba. Recogieron algunas de las piezas caídas –una vez que se habían enfriado– que eran de algún metal liviano y ligeramente iridiscente, lo que atribuyeron a la radiación.

De vuelta en su base de Tacoma, Dahl cuenta el incidente al que según las versiones era su jefe, su empleado o su socio, un tal Fred Crisman, tipo misterioso donde los haya. Este hombre, nacido en 1919 en Tacoma donde pasó su infancia, había cursado la secundaria y unos primeros años de universidad en Oregon, porque su padre regentaba allí un hotel. Con 21 años dejó los estudios y entró a trabajar en la Union Pacific Railroad como guardafrenos (oficio ya desaparecido) hasta que en 1942 se alistó en el ejército. Parece que durante la guerra fue reclutado por la OSS (la oficina antecesora de la CIA) y entrenado como oficial de contacto con la Royal Air Force británica. Cuando regresa a los USA trabaja para el Departamento de Veteranos del Estado de Washington, de Seattle durante 1946 y 1947. En mayo de 1947, apenas dos meses antes del incidente de la Isla Maury, la revista Amazing Stories había publicado una carta de Crisman en la que éste aseguraba haberse enfrentado a los Deros, una raza de extraterrestres malvados que vivían en cavernas subterráneas (*). Esta carta era una entre las de muchos más que testificaban sus experiencias con estos alienígenas a raíz de la publicación, en el número de marzo de esa revista, del relato Recuerdo Lemuria reescrito por el editor Ray Palmer a partir de un manuscrito de Richard Shaver (**). Es decir, que antes del incidente de la isla Maury, no sé si incluso antes de que obtuviera el puesto de supervisor de guardacostas en Tacoma, Crisman ya estaba interesado en esto de los alienígenas, lo cual da pie a sospechar –como desde muy pronto mantuvieron bastantes– que toda la historia del avistamiento era una patraña inventada por él conchabado con Dahl (aunque, si así hubiera sido, para qué involucrar al hijo de éste y dos tripulantes más y, además, para qué recoger unas piezas metálicas extrañas y dar detalles tan fácilmente verificables, como la muerte del perro y la lesión del chico). Pero la biografía de Crisman no acaba en esos días de Tacoma. Se rumoreó que poco después del incidente ingresó en la CIA, que disponía de pasaporte diplomático y que mantenía frecuentes relaciones con cubanos del exilio a partir de la revolución; también que era un agente muy activo en los círculos políticos y movía dinero en las campañas electorales. En todo caso, desde su regreso a Estados Unidos, Crisman había sido objeto de seguimiento por el FBI y, según los registros desclasificados de esta institución, el hombre se dedicó a los más variopintos oficios: trabajó en un programa del gobierno para ayudar a los gitanos, fue asalariado de media docena de empresas que carecían de oficinas, locutor de un espacio radiofónico rabiosamente derechista, psicólogo industrial para la Boeing y obispo de la Iglesia de la Vida Universal (la cual cuenta o ha contado entre sus ministros a multitud de personajes célebres; los cuatro Beatles, por ejemplo). Cuando a finales de los sesenta el fiscal de Nueva Orleans Jim Garrison decidió investigar el asesinato de JFK (insatisfecho con el informe Warren, una burda chapuza) y ordena detener a Clay Shaw bajo la sospecha fundada de que pertenecía a la CIA y había participado en reuniones en Lousiana para preparar el asesinato, salta el nombre de Crisman. Resulta que tenía una estrecha relación con Shaw y que desde 1964 a 1967 (año del asesinato de Kennedy) había viajado a Nueva Orleans nada menos que ochenta y cuatro veces (parece que el motivo de tanto desplazamiento tenía que ver con el tráfico de armas por parte del gobierno; con ese asunto y yendo tanto a Lousiana es inevitable asociarlo con los anticastristas, quienes, a su vez, aparecen involucrados en más de una teoría sobre el magnicidio). Incluso hay quienes piensan que estaba en Dallas esa mañana y que fue uno de los tres vagabundos de la plaza Dealey que la policía arrestó. El rastro de Crisman prácticamente desaparece después del juicio contra Shaw (que fue declarado no culpable el 1 de marzo de 1969); muere el 10 de diciembre de 1975 con solo 56 años.

Pero volvamos a Tacoma y a los seis ovnis. Según contó Dahl, a la mañana siguiente de su avistamiento, a bordo de un Buick del 47, se le presenta un tipo vestido de negro quien le recomienda que por su bien olvide lo que había visto. "Sé más de este asunto de lo que te gustaría conocer", parece que añadió. Se trata, que yo sepa, de la primera referencia a estos personajes misteriosos que se popularizarían en la famosa película de 1991. Habrá que corregir Wikipedia porque en su página española se dice que la primera mención a los me in black data de 1953, cuando ya el fenómeno UFO (u OVNI) estaba en el cénit de su popularidad. Afortunadamente para el marino, este tipo no le disparó con ningún neuralizador para borrarle la memoria. Parece que a Dahl el personaje no le impresionó demasiado en ese momento, al menos no lo suficiente para contarle su historia a Arnold y luego a los dos oficiales de la Army Air Corps que éste consiguió que se acercaran a Tacoma. Sin embargo, cuando se enteró de que ambos habían muerto al estrellarse el avión en el que regresaban a California, le entró el yuyu y desde entonces se mantuvo bastante calladito y apartado de cualquier alharaca pública. Crisman, por el contrario, no fue para nada discreto, tal como ya he referido.

Enseguida Dahl le contó su avistamiento a Crisman y, a partir de ese momento, todos los testimonios parecen coincidir en que fue éste el que llevó la voz cantante en el asunto. Es más que sospechoso que no informaran a las autoridades y más, si como todos los indicios apuntas, ya para entonces Crisman tenía relaciones más o menos estrechas con servicios del gobierno. No cabe argumentar que no lo hiciera justamente por esa vinculación a los servicios secretos norteamericanos –que según varias teorías pretenden mantener ocultos los incidentes con extraterrestres– ya que lo que sí hizo fue escribir a Ray Palmer diciéndole, casi como continuación de su anterior carta, que tenía pruebas de la presencia de alienígenas. Los que conocieron a Crisman siempre lo describen como un fanfarrón a quien le encantaba darse coba y hacerse el misterioso. Por esa época, con sólo 27 años y sin claros oficios o beneficios después de regresar de la guerra, andaría buscando como dar algún pelotazo auto-promocional, y parece que llevaba algunas semanas al menos interesado en el asunto de los extraterrestres, como lo prueba su carta previa a Amazing Stories. Viera realmente Dahl los platillos volantes, se lo inventara y se lo contara o bien la idea surgiera de él, lo cierto es lo que le interesó desde ese momento fue sacar provecho en su beneficio, comportamiento que en absoluto fue el del presunto testigo del incidente.

Me apetece hacer un paréntesis para referirme a Ray Palmer, el editor de la popular revista de ciencia ficción. Uno de los historiadores del género, Bruce Lainer Wright, cuenta que a los siete años fue atropellado por un camión como consecuencia de lo cual se interrumpió su crecimiento (medía apenas ciento veinte centímetros) además de dejarlo jorobado; quizá también a causa de ese accidente se convirtió en un voraz lector de ciencia ficción y con solo diecinueve años funda The Comet, uno de los primeros fanzines del género. En el 38, le ofrecen el puesto de editor de Amazing Stories y Palmer se vuelca en la revista convencido de que ha encontrado su lugar en el mundo; él mismo se dedica a escribir la mayoría de los relatos (bajo diversos seudónimos) e incluso le cabe el honor de haber publicado el primer cuento de Isaac Asimov (Marooned Off Vesta). Sin embargo, pese al empeño que le ponía, lo cierto es que Amazing Stories era probablemente el peor fanzine de los varios que ya existían por entonces y, en general, bastante despreciado por los fanáticos del género. La suerte le dio la cara cuando, a principios de los 40, le llegó una carta de Dick Shaver que proponía revelar la verdad acerca de una raza de monstruos, los Deros, que vivían bajo la tierra y que, como ya he dicho, impactó a una gran proporción de americanos, entre ellos a Crisman. El éxito fue tan abrumador que la revista pasó a distribuir más de 250.000 copias y consiguió que entre 1945 y 1947 (hasta el avistamiento de Arnold) millones de personas estuvieran absolutamente excitadas por la aparición de extraterrestres (y dedicaran largas horas a escudriñar los cielos). De hecho, más de uno comparó el estado de ánimo de los norteamericanos con el vivido en 1938 a raíz de la famosísima transmisión radiofónica de Orson Welles de la adaptación de La Guerra de los Mundos de Wells. También el Shaver Mystery creado por Palmer fue en gran medida responsable de iniciar la teoría de la conspiración a este respecto, defendida enérgicamente por el actor y escritor Tiffany Thayer (1902-1959) quien, a través de la Fortean Society, sostenía que los extraterrestres llevaban ya años visitando y vigilando nuestro planeta y que el gobierno lo sabía pero lo ocultaba a la población (algún día tocaré este asunto). Con tanto éxito no es extraño que, en cuanto Palmer se enteró del avistamiento de Arnold, contactara con él (de hecho, en 1952 se publicó el informe de ese incidente escrito por ambos): ¡ese piloto de Idaho había visto parte de lo que él inventaba en sus historias! El cargo de Palmer en Amazing Stories llegó a su fin en 1949; el motivo, según sus palabras, es que pretendió dedicar un número monográfico a los platillos volantes pero los propietarios de la editorial se lo prohibieron ya que –afirmaba– dos hombres de la Fuerza Aérea los habían presionado en tal sentido. Así que se largó de Chicago a Wisconsin y fundó su propia revista, Fate. Moriría en 1977 a los sesenta y siete.

En fin, he vuelto a enrollarme, el post se me está haciendo demasiado largo y todavía no he terminado de relatar el incidente de la isla Maury. Lo dejaré para la siguiente entrega.

 
Born in a UFO - David Bowie (The Next Day Extra, 2013)

(*) La carta que Crisman escribió a Amazing Stories decía lo siguiente:

Volaba en mi última misión de combate el 26 de mayo cuando me dispararon a la altura de Pathein (Birmania) y tuve que abandonar mi avión. Estuve perdido durante cinco días. Pedí permiso para dejar Kashmere y con el capitán XXX abandonamos Srinagar y fuimos a Rudok para luego, a través del paso de Khese, alcanzar las estribaciones al norte del Karakoram. Encontramos lo que estábamos buscando; sabíamos lo que estábamos buscando.

¡Por el amor del cielo, dejen todo este asunto! Están jugando con dinamita. Mi compañero y yo luchamos con metralletas para salir de una cueva. Tengo dos cicatrices de nueve pulgadas en mi brazo izquierdo de heridas que me hicieron en la cueva mientras estaba a cincuenta pies de un objeto moviente de algún tipo y absolutamente silencioso. Los músculos fueron casi arrancados, ¿cómo? No lo sé. Mi amigo tiene un agujero del tamaño de una moneda de diez centavos en su bicep derecho que le quemaba desde el interior. No sabemos cómo. Pero ambos creemos que conocemos más del misterio Shaver que ningunos otros.

Puede imaginar mi sobresalto cuando lei mi ejemplar de Amazing Stories y vi tantas palabras desparramadas sobre este asunto.

(**) Richard Shaver (1907-1975) fue un escritor que adquirió notable fama a partir de la publicación en la revista Amazing Stories de sus relatos sobre una antigua y malvada raza de mutantes, los Deros, que vivían bajo tierra. Shaver sostenía que sus historias no eran ficción y que él había establecido contacto telepático con estos seres y asistido a una sesión de torturas. Estuvo varios años internado en un hospital psiquiátrico.

domingo, 9 de marzo de 2014

Los primeros platillos volantes

En 1947, Kenneth Arnold tenía 32 años, vivía en Boise (Idaho) y desde 1940 era propietario de una pequeña compañía de servicios de extinción de incendios que se dedicaba a manejar, distribuir, vender e instalar equipos contra el fuego en las zonas rurales de cinco estados del noroeste estadounidense. Había obtenido la licencia de piloto en 1943 y desde hacía tres años contaba con aeroplano propio que usaba para su trabajo. En enero de ese año había adquirido una Callair A-2, monoplano triplaza con motor Lycoming O-235 de 100 caballos. Parece que esta avioneta está especialmente indicada para zonas de gran altitud y terrenos accidentados y escasos, justamente lo que Arnold necesitaba.

El martes 24 de junio, hacia las dos de la tarde, había terminado su trabajo para la Central Air Service de Chehalis, pequeña ciudad al Sur de Seattle, en el estado de Washington. Despegó para dirigirse a Yakima, unos mil kilómetros al Este. Ese trayecto le obligaba a cruzar la cordillera de las Cascadas (Cascade Range), una impresionante cadena montañosa que se extiende desde la Columbia Británica canadiense hasta el norte del Estado de California. Según contó, al poco de iniciar su vuelo, escuchó por la radio que una nave de transporte de la Marina había caído en el lado sudoeste del monte Rainier, la cima más alta de los Estados Unidos continentales (4.392 m). Así que Kenneth pensó que podía darse una vuelta por los alrededores a ver si lograba descubrir el avión accidentado.

El Mount Rainier es un volcán activo, incluido entre los 16 "volcanes de la década" (relación de los más peligrosos del mundo entre los que, por cierto, se encuentra el Teide). Cubierto permanentemente de hielo glaciar, se alza sobre una meseta a unos 2.800 metros de altitud. Arnold sobrevoló la altoplanicie y estuvo rastreando un buen rato sin éxito. Finalmente, cuando estaba sobre la ciudad de Mineral, puso rumbo Este para dirigirse a Yakima. El día era apacible y despejado, así que el hombre se relajó y manteniendo el curso se dedicó a disfrutar del paisaje. Cuando llevaba unos dos minutos en ese curso, le sorprendió un fulgor brillante sobre su avión. Escudriñó el cielo en busca del origen del reflejo y de pronto vio, en la parte noroeste del Mount Rainier, a unos treinta kilómetros de su posición, una formación triangular de nueve extraños aparatos que volaban en dirección Sur. Le impresionó que se movieran tan rápido y, tomando referencias, calculó su velocidad por encima de los dos mil kilómetros/hora (aunque luego la corrigió a la baja). Pero lo que más le asombró fue su forma: una especie de boomerangs o medias lunas aplanadas.

El tiempo durante el cual Arnold pudo ver esas curiosas aeronaves no llegó a tres minutos. Cuando desaparecieron pasado el Monte Adams (unos 60 km. al Sur), el hombre se sentía desasosegado. Al aterrizar en Yakima, corrió a contarle a Al Baxter, director del aeropuerto y amigo suyo, lo que había visto; incluso le hizo unos dibujos. Baxter llamó a otros pilotos y entre todos concluyeron que se trataba de unos misiles que el ejército norteamericano estaba probando en secreto. Arnold, sin embargo, no estaba del todo convencido. En la siguiente etapa de su viaje de regreso siguió dándole vueltas al asunto y cuando aterriza en Pendleton (Oregón) va a la oficina del FBI a informar de su avistamiento; como está cerrada, se decide por contárselo a Bill Bequette, editor del periódico local East Oregonian, y la noticia adquiere enseguida difusión nacional. Este Bequette, malinterpretando las palabras de Arnold, publicó como titular que lo que el piloto había visto eran platillos volantes (flying saucers), dando origen al término con el que desde entonces se vienen designando las naves extraterrestres.

El revuelo fue considerable. Casi enseguida, empezaron a conocerse otros avistamientos similares. El propio Arnold contó que alguien le había asegurado haber visto esos mismos objetos volantes dos días antes sobre las montañas californianas de Ukiah, pero hay que tener en cuenta que nada más llegar a su casa empezó a recibir multitud de llamadas y mensajes de personas que también juraban haberlos observados, tantas que el hombre llegó a pensar que todos se habían vuelto locos (menos él, claro). Pocos días después, el 4 de julio, los pilotos de un DC-3 que hacía la ruta Boise–Seattle ven dos grupos de cinco y cuatro objetos voladores similares a los de Arnold. Edward Smith, el copiloto, que era amigo de Arnold, se pone en contacto con éste y los tres se encuentran para comparar las experiencias. Mientras tanto, las autoridades, ni civiles ni militares, no daban ninguna explicación convincente sobre estos avistamientos y pareciera que lo que pretendían era restarles importancia, atribuyéndolos a algún efecto óptico o espejismo. En todo caso, para esos días de principios de julio, Arnold estaba bastante mosqueado con el asunto y con ganas de investigar. Por eso, cuando el 22 de julio recibe una carta de Ray Palmer, editor de una popular revista de ciencia ficción, pidiéndole que vaya a investigar el incidente de la isla Maury, no duda en desplazarse a Tacoma (Washington) acompañado de su amigo Smith.

 
Flying saucers rock'n'roll - Billy Lee Riley and his Little Green Men (Rockabilly Rules, 2012)