domingo, 29 de noviembre de 2015

Pacto antiyihadista

De acuerdo al Preámbulo de la Ley 29/2011 de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo (y modificada el 7 de octubre de 2015), recordar a las víctimas del terrorismo tiene un significado político: que debemos defender los valores democráticos que son los que el terrorismo pretende eliminar para imponer su proyecto totalitario y excluyente. En la modificación del Código Penal aprobada mediante la Ley Orgánica 2/2015 se define el terrorismo como cualquier delito grave que se cometa con alguna de las siguientes finalidades: (1) subvertir el orden constitucional, o suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo; (2) alterar gravemente la paz pública; (3) desestabilizar gravemente el funcionamiento de una organización internacional; o (4) provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella.

Nótese que esta definición convierte en terrorista toda acción criminal que tenga por objeto subvertir el orden jurídico vigente. Así, por ejemplo, Michael Collins y sus compañeros habrían sido terroristas en su lucha por la independencia de Irlanda, del mismo modo que lo fueron Fidel Castro y sus guerrilleros. Ciertamente, así fueron considerados en su momento, aunque las cosas cambiaron con sus triunfos. Se trata, sin duda, de una definición muy amplia. En la mayoría de los casos –en los de tan triste actualidad como los yihadistas, por ejemplo– no se presenta ninguna duda en calificarlos de terroristas. Sin embargo, cabe imaginar otros crímenes que, aunque no tengan en la motivación de su autor ninguna finalidad política, puedan ser considerados terroristas, a los efectos de una mayor dureza en la pena. En todo caso, lo que la Ley no requiere es que la finalidad de los terroristas sea acabar con la democracia e imponer un proyecto totalitario y excluyente.

En el fondo, lo que hace la reciente modificación del Código Penal es tipificar como terrorismo el uso de la violencia con fines políticos o, lo que es lo mismo, elevar a su máximo grado los delitos contra el orden jurídico vigente. De esta manera, en España se zanja el debate secular de la legitimidad de la violencia contra el Poder injusto, partiendo de la base –supongo yo– de que el orden jurídico vigente es justo y legítimo, por lo cual la única forma de alterarlo es de acuerdo a sus propias reglas al efecto. No digo, ni mucho menos, que en la actualidad y en nuestro país pueda justificarse el recurso a la violencia política, pero de ahí no concluyo que sea adecuada una definición tan amplia del terrorismo. Hago notar, de paso, que los actos que quedan excluidos de este delito son los que suelen conocerse como terrorismo de Estado y, casualmente, fueron estas acciones de Estado las que dieron origen al término.

En todo caso, para fortalecer la legitimidad ética de la condena de cualquier violencia contra el orden jurídico no basta con llenarse la boca de declaraciones sobre nuestra sociedad democrática, sino profundizar en la efectiva democratización de ésta. Cabe recordar que hasta hace muy poco el tiranicidio era moralmente legítimo (incluso es uno de los tópicos de la Constitución estadounidense, atribuido a Jefferson) y de ahí la legitimación de los actos revolucionarios (violentos) cuando se trata de subvertir un orden injusto. Por tanto la mejor deslegitimación de los argumentos que defienden la necesidad de la violencia, es hacer evidente la falsedad de las imputaciones de injusticia que a nuestro sistema social puedan hacer los terroristas. Y creo que si somos honestos habremos de reconocer que nos falta bastante para que podemos calificar a nuestro ordenamiento social como justo y profundamente democrático.

Sin embargo, lo cierto es que el comportamiento habitual de los Estados en los que impera la libertad y la democracia cuando han sido golpeados por actos terroristas suele ser reducir el contenido real de esas libertad y democracia en sus sociedades. No tenemos más que fijarnos en el estilo impuesto por los USA a partir de los atentados del 11S así como en las mucho más recientes respuestas de Francia. Ahora, con motivo de la masacre de París, se vuelve a abrir el debate sobre el inestable equilibrio entre seguridad y libertad. Aunque decir que se abre un debate es una exageración, al menos en esta España de sangrante mediocridad intelectual. Yo he de reconocer que no tengo las ideas nada claras, pero lo que sí veo con meridiana nitidez es que lo único que hacen nuestros líderes políticos es cacarear declaraciones huecas, preñadas de demagogia y con fines meramente electoralistas. Retorcidos barroquismos gramaticales o tajantes afirmaciones de loable "buenismo" (y, por supuesto, políticamente inmaculadas) que son incapaces de ocultar la hedionda hipocresía que esconden.

La última muestra ha sido el tema central de la política mediática nacional de esta semana que acaba: lo importante que es, en la lucha contra el terrorismo, que todos los partidos políticos suscriban el llamado pacto antiyihadista. Los medios apenas nos han explicado el contenido real del pacto. De hecho, he tenido que buscármelo este fin de semana (y me he enterado de que es un documento viejo, firmado en febrero entre el PP y el PSOE tras los atentados de Charlie Hebdo); dudo que la gran mayoría de los españoles sepa lo que dice. Y es que en realidad eso no es relevante; lo único que importa es señalar (con fines electorales, claro) a quienes no se avengan a firmarlo, como es el caso de Podemos e Izquierda Unida. El inefable Pedro Sánchez lo expresó con contundencia: frente al terrorismo no cabe ser observadores; o se está o no. Que, por supuesto, lo que pretende transmitir a los españolitos es que quienes no firman el pacto no están en contra del terrorismo. Pero, ¿por qué no se debate sobre cada uno de los ocho puntos de ese acuerdo? ¿Acaso sólo se puede estar contra el terrorismo asumiendo esos y no otros?

Después de leer el documento no he quedado demasiado satisfecho, la verdad. Tras un preámbulo, que ocupa las tres cuartas partes del texto y que es un cúmulo de lugares comunes y frases huecas y biensonantes que no se creerán del todo ni sus redactores, vienen los ocho puntos. Tan sólo el tercero apunta, aunque muy ambiguamente, hacia medidas concretas que pueden traducirse en una mayor eficacia en la lucha del Estado contra el terrorismo, aunque esa mejora parece sugerirse que pueda venir justamente por la reducción de las garantías democráticas a fin de facilitar la actividad investigadora de la policía. El resto de puntos son vaciedades que cabe interpretar de muchas maneras, de modo que suscribir este acuerdo no garantiza que se mantenga el consenso en su aplicación práctica (de hecho, así ocurrió cuando el PSOE se opuso a la modificación del Código Penal que introducía la "prisión permanente revisable" en delitos de terrorismo). Así que me quedo con varias impresiones, todas ellas desoladoras. La primera que estamos ante un acto de imagen, de marketing, sin ningún contenido real. La segunda es que aún así, como en nuestra sociedad lo importante es la publicidad, habrá que concluir que sí es eficaz: no en la lucha contra el terrorismo, sino en la obtención de réditos electorales (probablemente, IU y Podemos perderán votos por no haberlo firmado). En tercer lugar que me recelo que tanto el PP como el PSOE piensan que un documento tan ambiguo les conviene para tener las manos libres en la adopción de eventuales medidas de gobierno. Y por último (podría señalar más, pero no es el momento) que se trata de una simple cortina de humo para continuar en la estupidización de la población española, camino que va justamente en la dirección contraria de una deseable profundización en la democracia.

martes, 24 de noviembre de 2015

Vargas (6)

En 1916 Nueva York era ya la ciudad más grande de Estados Unidos y a punto de desbancar a Londres del primer puesto mundial. Son un años de transición entre la llamada época dorada y la del jazz o de la prohibición (que empezaría en 1920). La metrópolis estaba recibiendo una fortísima inmigración, principalmente de los países del Sur de Europa (el aluvión de italianos que sería la base de la mafia estadounidense), pero también de negros que escapaban de los estados sureños y hacían crecer el barrio de Harlem, en la parte septentrional de Manhattan. Son también tiempos de intensa actividad constructora, una carrera por llenar la isla de rascacielos, en competencia babeliana. Ahí desembarcó en octubre Alberto Vargas y, por lo que se cuenta en casi todas las fuentes, quedó inmediatamente deslumbrado por la ciudad y decidió permanecer en ella, no volver al Perú.

Supongo que las cosas no fueron tan simples, no suelen tomarse decisiones de tal calibre a la ligera. De entrada, recordemos que Alberto había de coincidir en Nueva York con su hermano Max para juntos viajar a Perú. ¿Hubo tal encuentro? Quiero pensar que sí, pero que Max, proveniente de Londres, llegó algunos días después, de modo que el mayor pudo vivir a solas la intimidad del flechazo con la ciudad. Así, me imagino que cuando llegó Max se encontró con un Alberto al que casi ni reconocería, entusiasmado con el bullicio neoyorkino, con los rascacielos, con las mujeres, sobre todo con las mujeres. Sigo elucubrando y me atrevo a escenificar las discusiones entre ambos, mucho más juicioso el menor, tratando de convencer al mayor de que su deber, el de ambos, era regresar a Arequipa y empezar a vivir la vida que su padre les ha organizado. ¿Cómo vas a tirarlo todo por la borda, un futuro espléndido continuando el negocio de papá y yo velando por los intereses financieros familiares desde puestos directivos en la banca? Seguro que Alberto dudó; se me ocurre que es probable que tratara, a su vez, de entusiasmar a Max, de animarle a que vivieran juntos la aventura norteamericana. Si Max hubiese aceptado, todo habría sido más fácil. Probablemente, formando una piña, habrían podido engatusar al padre para que les permitiera pasar una temporada allí, prorrogar un tiempo más el periodo formativo, con la seguridad de estar alejados de la guerra europea. Además, Alberto hablaría un correcto inglés (british, claro), mientras que nuestro protagonista sólo lo chapurreaba. Pero el hermano menor no sucumbió a cantos de sirenas. Sospecho que habría varios cruces de telegramas (todavía no podía conectarse por teléfono) y me imagino la ira creciente del padre que, quizás, hasta se plantearía viajar para traer de las orejas a su díscolo primogénito. En las breves biografías que he consultado se cuenta que, finalmente, no hubo ruptura familiar. Max padre aceptó la voluntad de su hijo de seguir su vocación pictórica en los Estados Unidos pero, eso sí, advirtiéndole que tendría que arreglárselas por su cuenta, que le cortaba toda ayuda económica.

Si esto que he contado fue lo que pasó, quiero creer que Alberto dispuso de un tiempo suficiente para prepararse, anímica y materialmente, ante la nueva y desconocida vida a la que se lanzaba. Las "negociaciones" familiares descritas tuvieron que durar algunas semanas, porque tampoco creo que los barcos de pasajeros entre Nueva York y El Callao tuvieran una frecuencia muy alta. Por cierto, es muy probable que Max hijo tomara el vapor de la Grace Line –una compañía fundada a mediados del XIX por dos emigrantes irlandeses para exportar el guano peruano a los Estados Unidos– que justamente ese año de 1916 había iniciado viajes con pasajeros aprovechando la reciente apertura (1914) del Canal de Panamá (hasta entonces, quienes iban al Perú desembarcaban en Buenos Aires y transbordaban a un ferrocarril transandino). También supongo que, si como todos dicen, Max T. Vargas entendió y aceptó la vocación artística de su hijo, no le privaría de golpe de toda ayuda económica. Prefiero pensar que al menos le pasaría algún capital, aunque fuera escaso, para mantenerse hasta que encontrara algún trabajillo; qué sé yo: ya que se ahorraba el pasaje del viaje marítimo, que le permitiera quedarse con el importe del billete (o, a lo mejor, eso fue lo que hizo el propio Alberto sin pedir permiso). Como haya sido, lo cierto es que hacia finales del 16 un chaval de veinte años, que apenas habla inglés y que no tiene casi dinero, que hasta ese momento ha estado siempre protegido, se encuentra solo –por decisión propia, desde luego– en la inmensa urbe norteamericana. Ciertamente, no se puede negar que le echó huevos; muchas tenían que ser sus ganas de lanzarse a esa nueva vida en ese mundo totalmente nuevo para él.

¿Qué fue lo que tanto le entusiasmó de Nueva York? Según afirma Paul Chutkow en un artículo de 1996 en la revista Cigar aficionado, fueron, por encima de todo, las mujeres. No eran  tímidas como las remilgadas peruanas, ni arrogantes como las regordetas suizas, ni altaneras como las coquetas parisinas. Vargas las veía únicas: le gustaba su desenvoltura, sus aires de independencia, sus saludables aspectos, la sensualidad natural que desprendían, sin artificios. De cada edificio salían torrentes de chicas –escribiría años después recordando esos días– y yo me quedaba mirándolas atónito, admirando esa expresión de seguridad que exhalaban, como si dijeran "aquí estoy, ¿a que te gusto?" Y sí, claro que le gustaban; tanto como para decidir que allí había de quedarse y dedicarse a retratarlas, a homenajearlas. Conseguiría ese anhelo aunque entonces no fueran sino fantasías que, imagino, él mismo se cuestionaría en no pocos momentos de desazón: ¿tenía talento suficiente? ¿tendría la suerte que siempre se necesita? No deberían ser pocas sus dudas.

Pero, ¿eran así, como las veía Alberto, las neoyorkinas de 1916? Uno podría pensar que las mujeres habían alcanzado para esas fechas alto grado de autonomía personal y, desde luego, esa conclusión sería completamente errónea. Por entonces, las mujeres mantenían un rol social subordinado completamente al del hombre, en especial si estaban casadas. Hacia principios del pasado siglo, en casi todos los Estados de la Unión, los bienes de las mujeres casadas pasaban a ser propiedad del marido y ésta no podía tomar decisiones de índole económica. De otra parte, la mayoría de las mujeres no se había incorporado a la vida laboral (siempre que no contemos como tal los duros trabajos que hacían en sus casas) y, desde luego, no tenían derecho a voto. No obstante, estos años a los que nos referimos son también los finales de la que se ha dado en llamar en la historiografía del feminismo en los USA "la primera ola" (first wave) que va desde la famosa convención de Seneca Falls (1848) hasta la aprobación de la IX Enmienda a la Constitución norteamericana (1920) que garantizaba el voto a las mujeres. Más de setenta años de luchas lideradas por damas blancas, predominantemente de clases altas e incluso conservadoras, centradas sobre todo en obtener el derecho al sufragio electoral. Pero, salvo contadas excepciones, las impulsoras de esta primera ola no eran revolucionarias, no planteaban cambios radicales en el rol social de la mujer,ni siquiera, al menos a corto plazo, que ésta adquiriera un protagonismo real en la dinámica social. De hecho, el comienzo "fáctico" de la emancipación femenina, más que a las reivindicaciones formales, se debió, tanto en Estados Unidos como en Europa, a la progresiva incorporación de la mujer al mercado laboral. La Gran Guerra –mucho más en nuestro continente que en el americano– supuso el primer gran impulso en este sentido. Pero, ciertamente, en 1916 la mujer norteamericana distaba mucho de la asombrada impresión que recibió Alberto.

Claro que Estados Unidos es y era muy grande, y Nueva York es y era un caso singular que en absoluto representaba la realidad sociológica del país. No me cabe duda de que, en el opresivo marco general, los márgenes de libertad o de autonomía de las neoyorkinas eran considerablemente más altos que en el resto de los USA. Téngase en cuenta que, por esos años, Nueva York era la puerta de entrada de una potente corriente inmigratoria y daba cabida a las más diversas gentes, lo que necesariamente derivaba en una mayor tolerancia. De otra parte, la proporción de mujeres, en especial chicas jóvenes, que se decidían a trabajar –aunque sólo fuera como etapa de transición, entre la high school y la boda– era muchísimo más alta que en cualquier otra parte de la nación. Y es que la ciudad contaba con abundante oferta de puestos trabajos "adecuados" para las mujeres, sobre todo en el creciente sector administrativo (oficinas). A este respecto, conviene referirse a un sector laboral que resulta muy significativo en este proceso de reconversión del rol femenino, de emancipación de la mujer, si se prefiere. Hablo del negocio del espectáculo (el show bussiness) que, obviamente, requería abundante número de trabajadoras femeninas. Puede que, en términos cuantitativos, las artistas de variedades, teatro o cine (mudo) no fueran el sector mayoritario del empleo femenino, pero sin duda la repercusión social de lo que hacían –tanto dentro como fuera de su oficio– las convirtió en referencias señeras de la evolución sociológica de la mujer. Y no ha de olvidarse que, por entonces, Broadway era el centro del mundo del espectáculo. Así que sí, que podemos entender el arrobamiento del joven Alberto ante las mujeres neoyorkinas; y también podemos creernos que ese entusiasmo fuera un factor decisivo, incluso el principal, para adoptar la arriesgada decisión de quedarse en la Gran Manzana.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Vargas (5)

Como dije en el post anterior, casi nada he logrado encontrar sobre los cinco años europeos de Alberto Vargas. El "casi" lo cubre una fotografía proveniente de los archivos del propio artista donados a la Smithsonian en 1986 –cuatro años después de su muerte– por Astrid Conte, su sobrina. La imagen está datada hacia 1912 y es el típico retrato de alumnos con sus profesores, agrupados en composición piramidal, probablemente en el patio de la escuela, con abundante arboleda otoñal al fondo. Se cuentan dieciséis estudiantes, que posan de pie, superpuestos en tres filas escalonadas, salvo dos de ellos, los más aniñados (¿los más empollones también?) que aparecen sentados en los extremos de la grada inferior, cada uno con una pequeña máquina. En el centro de la imagen, también sentados, los tres maestros. El fotógrafo nos deja clara la jerarquía. En posición y actitud prevalente el que debía ser el jefe de estudios o similar, un cuarentón de orgulloso mostacho con los brazos cruzados y el globo terráqueo a sus pies; mira serio a la cámara y, a la vez, seguro de su incuestionada autoridad. Lo flanquean dos mujeres más jóvenes, ambas con las manos descansando sobre el regazo, ambas modosas, algo sumisas también.


A diferencia de los retratos colectivos actuales (y desde hace mucho tiempo), nadie sonríe. El jolgorio de la juventud no debía considerarse, pienso, un valor a recogerse en la que sin duda era una fotografía "oficial". Los chicos estaban en ese colegio para convertirse en hombres responsables, serios y reflexivos. Todos pues con los labios cerrados, sin el menor amago de sonrisa. Trajeados, aunque no con prendas uniformes: las chaquetas son de distintos tejidos y colores, algunos las llevan abotonadas, otros abiertas. Los hay con corbatas, con pajaritas y sin colgajos al cuello; unos visten chalecos pero la mayoría camisas blancas, todas ellos, eso sí, de rígidos cuellos almidonados; los cabellos bien peinados, cortos, por supuesto, pero no demasiado. Los hermanos Vargas son fácilmente identificables, sus rasgos andinos los diferencian del resto de pálidos colegiales centroeuropeos. Max en el extremo izquierdo de la segunda fila, con el brazo metido dentro de la chaqueta, en imitación napoleónica. Alberto, nuestro protagonista, se sitúa en el extremo opuesto de la misma fila, también el brazo derecho en la misma pose, y el izquierdo dentro del bolsillo del pantalón. Está claro que los hermanos se habían puesto de acuerdo previamente, sin duda a iniciativa del mayor, quien adopta el posado con mucho más aplomo, desafiante. Acaso quisieran mostrar más seguridad de la que sentían, forasteros en ese entorno ajeno. En el atuendo y tocado de Alberto aprecio que, al menos en esa edad (dieciséis), debía ser un tanto presumido. Su peinado engominado de marcada raya, el arqueamiento del cuerpo, su mirada, apuntan a la exhibición impostada de la imagen del latin lover, con reminiscencias de un Rodolfo Valentino (que todavía, sin embargo, no valía como referencia, pues el futuro sex-symbol italiano era más o menos de la misma edad que Alberto).

Desconozco cuál fue la institución en la que escolarizaron a los dos hermanos (parece que estaba en Zurich –no puedo asegurarlo– y con toda probabilidad sería un internado). Dada la edad de los chicos, correspondería a lo que hoy llamamos educación secundaria que, por aquel entonces, no estaba tan reglada ni mucho menos era obligatoria. Si la foto muestra, como hay que suponer, el conjunto de alumnos que compartían la misma clase, llama la atención que los chavales no fueran de la misma edad (los propios hermanos se llevaban un año y se notan diferencias también entre otros). De otra parte, la presencia de abundantes artefactos mecánicos en el retrato sugiere que se trataba de una especie de escuela de "artes y oficios", lo que hoy podría ser un centro de formación profesional. Las dos grandes láminas apoyadas en primera línea aluden a las artes decorativas (al estilo del arts and crafts de William Morris, por ejemplo) y a la mecánica. Tiene sentido que Max Vargas internara allí a Alberto, dado que deseaba que aprendiera a fondo las técnicas fotográficas (nótese que el muchacho que está delante de él sostiene una cámara con trípode). Más raro es que también lo hiciera con el segundo, a quien había destinado para la banca. Se me ocurre que quizá Max junior sólo pasara en esa escuela una primera etapa de su estancia europea y luego, con algo más de edad, los hermanos se separarían para que el menor se enfocara hacia estudios económicos. De algunos textos cabe deducir que lo enviaron a Londres, pero no tengo certeza. Más firme parece la conjetura de que, durante esos cinco años, Alberto permaneció en Suiza.

Supondré pues que nuestro protagonista, primero con su hermano y luego solo, residió en Zurich ese fundamental lustro en que se deja de ser adolescente. Imagino que vivía en compañía exclusivamente masculina, lo que, sumado a su condición de extranjero, le llevaría a forjar un carácter reservado y probablemente algo fanfarrón, a la defensiva. Suiza no era París, sino un país provinciano y tranquilo, al que iban los burgueses a descansar y tomar aires puros por motivos terapéuticos (recuérdese La Montaña Mágica, que transcurre más o menos en ese tiempo). También por entonces, gracias a su neutralidad y tolerancia, había no pocos revolucionarios en sus ciudades. Nada menos que Lenin, por ejemplo, que además había residido en París en 1911, durante la estancia de los Vargas. Podemos fantasear con que el chaval con ínfulas de artista hubiera visto al ruso sentado en una terraza de Montmartre o en una cantina de Zurich y le hubiera llamado la atención para hacerle una caricatura, a las que era muy aficionado. Lástima que entre los papeles que dejó Alberto a su muerte no haya aparecido. Pero, en fin, no disponemos más que de la imaginación al pensar en el chico en ese periodo de formación. Me pregunto, por ejemplo, cómo sería su despertar hacia el otro sexo. Frustrante, probablemente; sin apenas ocasiones de tratar con chicas de su edad y, por tanto, sin desarrollar las necesarias habilidades para la relación con las féminas, a las que, por otro lado, tanto admiraría.


Hacia el verano de 1916, Max ordena a sus hijos que regresen al Perú, preocupado por su seguridad. Europa llevaba más de un año sufriendo la Gran Guerra; sin embargo, Alberto estaba a salvo, gozando de la tradicional neutralidad helvética. En esas circunstancias, no parece demasiado lógico hacerle salir del remanso alpino y cruzar el continente hasta Londres, donde estaba el hermano, para desde ahí viajar a América. Además, puestos a sopesar peligros, más arriesgado todavía era un viaje en barco con los submarinos alemanes pululando por el Atlántico. Aún así, me imagino a doña Margarita alimentando angustias maternales a medida que llegaban a Arequipa las noticias bélicas. De otra parte, habían pasado ya cinco años, tiempo suficiente para que los dos chicos hubiesen adquirido suficiente formación profesional. El caso es que, cuando Alberto ya estaba en camino, recibe un telegrama paterno diciéndole que se quede en París y consiga un pasaje desde El Havre a Nueva York, donde se reuniría con Max junior para volver ambos a Arequipa. ¿Por qué ese cambio de planes? Ni idea, quizá el Canal no fuera seguro o a lo mejor los padres pensaron que era mejor idea separar a los chicos, por eso de diversificar riesgos. Ante mi carencia de datos, todo son conjeturas. Como, por ejemplo, imaginarme que adquirió un camarote en el S.S. Chicago, el paquebote de 508 pies de eslora que cubría la línea El Havre-Nueva York para la Compagnie Générale Transatlantique en una travesía de trece días. Supongo que no viviría experiencias muy notables durante el viaje, ni sufriría demasiados contratiempos para que los yanquis le dejaran pasar sus barreras inmigratorias de la isla Ellis; pocos meses después, los Estados Unidos declararían la guerra a los imperios centrales y se darían órdenes de ser más escrupulosos con las que pasaban la aduana, no fueran a colárseles enemigos. En octubre de 1916 desembarca en Nueva York.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Tañidos de libertad destellando

Ayer, después de chutarme una dosis de actualidad depresiva, absorbida mayoritariamente bajo el imperio del odio y la sinrazón, de la venganza y las mentiras, del miedo y la maldad, quise descontaminar mínimamente mis pensamientos y me acosté un rato para oír música. Sonó enseguida –magia aleatoria– el Chimes of freedom, compuesto por Bob Dylan en 1964 y publicado por primera vez en su cuarto disco, Another Side. Por supuesto, he escuchado esta canción infinidad de veces y en varias versiones (acompaño unas cuantas a este post), pero fue anoche cuando su letra me golpeó con verdadera contundencia; de pronto, sentía que unos versos escritos hace más de medio siglo encajaban exactamente con las emociones y anhelos que me embargaban. Sorprendido, fui al ordenador a transcribir la letra e iniciar una dificultosa traducción que, siguiendo mi costumbre, fui adaptando según me lo pedía el cuerpo. Ahí va el resultado, para compartir mis sensaciones.

 
Chimes of freedom - Bob Dylan (Another Side, 1964)

Entre el ocaso y la medianoche, lejos, nos cobijamos bajo el portal. Retumbabaan truenos  mientras majestuosas campanas golpeaban con sombras los sonidos. Parecían tañidos de libertad destellando. Destellando por los guerreros cuya fuerza no es la violencia, destellando por los refugiados en caminos inermes, destellando por cada soldado desvalido en la noche. Contemplábamos los tañidos de libertad destellando.

 
Chimes of freedom - Bob Dylan (Live at Newport Folk Festival, 1964)

Lo vimos en el horno derretido de la ciudad, inesperadamente, con los rostros ocultos, mientras los muros se apretaban. El eco de tañidos nupciales previos al rugir del diluvio se disolvió en campanadas de relámpagos. Repicaban por el rebelde, repicaban por el libertino, repicaban por el desafortunado, repicaban por el abandonado y por el proscrito, por todos los que arden en las hogueras. Contemplábamos los tañidos de libertad destellando.

 
Chimes of freedom - The Byrds (Mr. Tambourine Man, 1965)

A través del místico martilleo enloquecido, del bárbaro granizo, el cielo escupió sus poemas en asombro desnudo. El murmullo de las mezquitas se acalló en la brisa y quedaron sólo las campanas de relámpagos y truenos. Doblando por el bondadoso, doblando por el amable, doblando por los guardianes y protectores del pensamiento, y por el desahuciado y por el que no encuentra su sitio. Contemplábamos los tañidos de la libertad destellando.

 
Chimes of freedom - Julie Felix (Flowers, 1967)

A lo largo de la noche, en el sanguinario templo, la lluvia fue descifrando las historias de las desnudas formas sin rostro. Las campanas tocaban por aquéllos a quienes habían expoliado su lugar, a quienes habían dejado sin lenguas para expresar sus pensamientos. Tocaban por quienes habían sido encarcelados en tópicos. Tocaban por el sordo, tocaban por el ciego, tocaban por el mudo. Tocaban por las madres maltratadas, por las mujeres mal tildadas de prostitutas. Contemplábamos los tañidos de libertad destellando.

 
Chimes of freedom - Bruce Springsteen (Stockholms Olympiastadion, 1988)

Incluso cuando la blanca cortina de una nube vibró en una esquina remota y las hipnóticas salpicaduras de bruma comenzaron lentamente a levantarse, todavía los rayos eléctricos herían como flechas. Destellando por aquellos a la deriva, destellando por los que buscan sin palabras, destellando por el amante de corazón solitario con su historia íntima y por cada alma inocente sin merecerlo castigada. Contemplábamos los tañidos de libertad destellando.

 
Chimes of freedom - Youssou N'dour (Guide, 1994)

Recuerdo que nos apresaron emocionados y sonrientes. Nos atraparon fuera del tiempo suspendidos, embelesados hasta el último tañido. Tañían por los sufrientes cuyas heridas no pueden ser curadas, tañían por los incontables confundidos, acusados, vejados, lapidados, mutilados, asesinados. Y por cada persona ahorcada en el universo entero. Contemplábamos los tañidos de libertad destellando.

 
Chimes of freedom - Hanne Boel (Beware of the Dog, 2002)

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Vargas (4)

¿Cuándo llegó Max T. Vargas con sus dos hijos a París? ¿Y cuánto tiempo permaneció en la capital francesa el primogénito? No sé más que el año de arribo –1911– y el de partida –1916–, desde París también, pero después de haber vivido en Ginebra y Londres. Si recordamos que la excusa del viaje del célebre fotógrafo peruano era una exposición de su obra (y, de paso, recibir un premio), por más que lo que de verdad le debía importar era encaminar la formación profesional de sus dos hijos, hay que pensar que esa primera estancia parisina no debió ser muy larga: lo suficiente para dejarlos "colocados" y poderse volver a Arequipa a seguir con sus obligaciones laborales; digamos pues, a título de mera hipótesis, que como mucho Alberto y su hermano pasarían un máximo de tres meses disfrutando, bajo la vigilancia de Max, del esplendor del París de 1911.


En 1911, Paris, la comuna (municipio), tenía la misma extensión y división administrativa que en la actualidad: 105,4 km2 troceados en 20 arrondissements. Su población entonces era de unos 2,9 millones de personas, casi la máxima de su historia y del orden de un 30% más de la que cuenta en la actualidad. La diferencia, naturalmente, estriba en que hace poco más de un siglo la capital francesa no contaba aún con un entorno metropolitano de las actuales dimensiones, que se extiende por muchos municipios del entorno y cuya población se estima entre los 13 y los 16 millones. Pero, al margen de cifras y dimensiones, lo cierto es que en esos años previos a la Gran Guerra, París era la capital cultural del mundo en unos tiempos excepcionalmente esplendorosos, la llamada Belle Époque. Seguramente, para esas fechas, los más avisados ya se barruntarían que los buenos tiempos pronto iban a acabar.

¿Hacemos un repaso de quienes residían en París limitándonos al ámbito de la pintura? Pues de entrada Picasso, que justo ese año (en el Salón de Otoño) "inventó" el cubismo. También Matisse, claro, que coincidía con el malagueño los sábados por la tarde en la casa de la Stein. Ese mismo año se había instalado en la ciudad Giorgio de Chirico, de lleno en su "periodo metafísico". Pero además Robert Delaunay, vinculado al bávaro Der Blaue Reiter y ensayando la evolución hacia la abstracción. Y acabo –para no aburrir– citando a Marc Chagall, el judío bielorruso que absorbía todas las vanguardias. Ese bullicio de grandes creadores se manifestaba en numerosas galerías de arte, exposiciones  y, por supuesto, los museos, el Louvre sobre todos ellos a cuyas salas acudió no pocas veces el joven y embelesado Alberto. Por cierto, es bastante probable que nuestro protagonista estuviera en la ciudad cuando se robó la Mona Lisa (21 de agosto de 1911) y viviera, con el resto de los parisinos, la tristeza y estupor consiguientes. Seguramente, antes de partir en 1916 para Nueva York se acercaría de nuevo al Louvre a volver a contemplar el retrato de Leonardo, devuelto dos años antes por los italianos (a quien le interese esta rocambolesca historia puede leer los tres posts que escribí hace ya más de siete años).

Ya conté que Max T. Vargas era un apasionado de la belleza femenina y que su vástago había de heredar ese rasgo. Con la efervescencia hormonal de la adolescencia, y más viniendo de la pudibunda Arequipa, el universo femenino de París, repleto de hermosas mujeres, tuvo que ser otro motivo de deslumbramiento para el chaval. No es aventurado suponer que el modelo estético de Alberto se fijara durante esa estancia europea, a partir de los patrones vigentes en la moda parisina, máxima referencia de la época. Mujeres estilizadas de cintura estrecha con elegantes vestidos y los más variados pero sempiternos sombreros. Las calles y los eventos sociales de la capital, la convertían en el escaparate de la elegancia, que luego se reflejaban en las muchas revistas de moda (material, por cierto, al que ya debía estar acostumbrado el chico desde el estudio de su padre). Pero, junto a las féminas que se presentaban comme il faut, París ofrecía, a través del arte, otras imágenes más transgresoras que, sin duda, atrajeron la mirada del joven sudamericano. Intuyo que enseguida se le irían los ojos y las preferencias hacia las obras de ilustradores, en los que predominaba el dibujo sobre la pintura. Me pregunto si, aunque muerto ya hacía diez años y aún no demasiado reconocido, Alberto descubriría en esos días la obra de Tolouse-Lautrec. Puede que no, ni que tampoco se adentrara en Pigalle (muy niño todavía y con el padre encima), pero había de pasar cinco años en Europa.

Tampoco se puede asegurar que fuera en esas semanas en Francia cuando se topara con la obra de Raphael Kirchner, un austriaco muy influido por el Art Nouveau que, instalado en París desde 1900, era uno de los principales ilustradores de La Vie Parisienne, semanario de gran popularidad en las primeras décadas del pasado siglo. El propio Alberto reconocería que los dibujos de Kirchner serían su más temprana influencia, los que le encauzarían hacia su inconfundible estilo. Imagino que también, al ver la popularidad de las ilustraciones de moda, la abundancia de cartelería gráfica, comenzara a afianzarse en él la convicción de que sus habilidades como dibujante podrían permitirle ganarse la vida. No creo, no obstante, que contradijera frontalmente los planes que sobre su futuro había forjado Max; no al menos en esos días de 1911 en que estaban juntos los tres. En todo caso, tampoco un muchacho a esa edad tiene opciones. Así que Alberto, con mayor o menor buen grado, se plegó a los deseos de su padre y pasó los siguientes cinco años estudiando fotografía en Suiza. Casi nada he logrado encontrar sobre su vida durante ese tiempo, tan trascendental en la formación de cualquiera. Aprendió francés y alemán, y me lo imagino como un chico cumplidor de sus deberes de estudiante y aprendiz del oficio pero, al mismo tiempo, devorando material gráfico y embebiéndose del espíritu artístico de esos años finales de la Belle Époque, desarrollando autodidacta su verdadera vocación. El estallido de la Gran Guerra habría de quebrar esa etapa de formación. Su padre, preocupado por la situación de sus dos hijos, les ordenó que viajaran de París a Nueva York (allí habían de juntarse los hermanos) para desde la Gran Manzana regresar al Perú. Estamos en Octubre de 1916; Alberto tiene veinte años.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Bootlegs de Dylan

En música se usa el término bootleg para referirse a grabaciones no autorizadas por el artista o su casa discográfica (por cierto, la palabra alude a las botas altas en las cuales se escondían botellas de alcohol durante la época de la prohibición americana). No sé desde cuando se usa el palabro inglés entre nosotros, pero intuyo que a partir de la popularización de Internet. En cualquier caso, ya cuando empecé a interesarme por la música existían los que entonces llamábamos discos piratas, vinilos, claro, pero también recuerdo que circulaban algunas cassettes de conciertos de rockeros célebres. A principios de los ochenta, cuando viajaba por ciudades europeas, solía buscar este tipo de discos en tiendas de las que me habían dado noticia. Mi primera compra fueron tres LPs de Dylan que, creo recordar, contenían grabaciones en vivo de finales de los sesenta. Pero tampoco perseveré mucho en esa actividad coleccionista y los pocos ejemplares que me fui mercando hace tiempo los he perdido. Pero siempre ha habido mitómanos afanosamente dedicados a conseguir grabaciones de sus ídolos y a hablar de sus joyas y formar círculos de aficionados. Internet, por supuesto, ha facilitado mucho las posibilidades de búsqueda y obtención de bootlegs y existen varios foros en los que estas personas suben y bajan grabaciones y discuten apasionadamente entre sí. Gracias a la red, tengo en la actualidad no pocos de estos “discos”, que obviamente no vienen amparados por ninguna discográfica y, en muchos casos, no cuentan precisamente con buena calidad de sonido. Los que siguen este blog, ya imaginaran que es de Bob Dylan de quien más acumulo este tipo de grabaciones. No hace falta decir que el de Minnesota ha sido siempre objetivo predilecto de los piratas; de hecho, el primer bootleg de repercusión mundial fue el Great White Wonder (1967), impreso a hurtadillas por unos amigos que habían conseguido copias de canciones no publicadas mientras el cantante convalecía de su accidente de moto.

Naturalmente, que entre los fans circularan estos temas suponía dineros que dejaban de ingresarse, lo que a las discográficas y a los propios artistas no debía de hacerles gracia. Tampoco, digo yo, que esos temas no tuvieran en su mayoría una calidad adecuada o que, en cualquier caso, se hubieran hecho públicos en contra de la voluntad del autor. No estamos hablando del pirateo “normal” en la actualidad (un disco “oficial” que es copiado y distribuido entre particulares por Internet), sino de grabaciones hechas de extranjis en conciertos o de ensayos de canciones que el músico no quiso que se incluyeran en el LP o CD correspondiente. Pasada la rabieta lógica, Dylan precisamente, debió pensar que por qué no sacar él mismo provecho (y la CBS, claro) de todo el material del que disponía. El caso es que en el año 1991 decidieron empezar a publicar discos integrados en lo que dieron en llamar The Bootleg Series, trastocando completamente la definición del término: el autor se pirateaba a sí mismo o, para ser más exactos, “oficializaba” grabaciones que nunca habían sido ofrecidas al gran público (algunas habían circulado como verdaderos bootlegs) a fin de, por un lado, dotarlas de una calidad mínima de audición y, por otro, abrir una nueva fuente de ingresos pecuniarios. Desde entonces, en los últimos 24 años, lleva 12 entregas (que suman 31 CDs), a las que hay que añadir cuatro discos en vivo que bien podían haberse integrado en la serie, además de otros tantos recopilatorios; ahí es nada. De hecho, según su web, en este tiempo Dylan ha grabado en estudio 9 discos “nuevos” (que no está nada mal para un tipo entre los 50 y los 74 años) de un total de 30 publicados.

La primera entrega de esta serie –titulada Rare and Unreleased, compuesta de tres cedés y numerada Bootleg Series volúmenes 1 a 3 (pero a partir de ésta las siguientes tendrían un ordinal aunque constaran de varios discos), comprende 58 canciones, la mayoría nunca publicadas en álbumes oficiales, lo que permitió a los aficionados conocerlos. Por cierto, esta primera entrega ya puso de manifiesto que durante los primeros años (hasta mediados de los sesenta, cuando Bobby tenía veintipocos), el chaval componía a un ritmo desaforado, acumulando canciones que le habrían dado para unos cuantos álbumes más; habrá pues que suponer que en su momento los temas desechados no terminarían de convencerle.

En 1998, siete años después, Sony-CBS saca la cuarta (de hecho, la segunda) entrega que titula Live 1966 añadiendo “The Royal Albert Hall Concert”. En realidad, la actuación no es la del famoso teatro londinense, sino la que ofreció diez días antes (el 17 de marzo) en el Free Trade Hall de Manchester. Este concierto formaba parte de la “gira mundial” que Bob realizó entre febrero y mayo de 1966 por Norteamérica, Australia y Europa, acompañado de The Hawks, el grupo que pronto pasaría a denominarse The Band. Se trata, a mi juicio, de una de las mejores épocas (si no la mejor) del artista; no hay más que decir que mientras el tour se mantenía en los USA, terminó de grabar el fantástico Blonde on Blonde, plagadito de obras maestras. Hay que recordar que no había pasado todavía un año desde el traumático Festival de Newport en el que Dylan escandalizó a sus devotos folkies electrificando su música. Desde luego, se trataba de un avance sin retorno, pero aún así todos los conciertos de esta gira se organizaron siguiendo el mismo formato: una primera parte acústica y luego aparecían los Hawks (con la guitarra eléctrica de Robbie Robertson) para meter caña rockera. En Inglaterra, la que fue la última etapa de la gira, los fans tenían que saber cómo estaban las cosas. Ello no impidió que en el concierto de Manchester (el que se recoge en este Bootleg) muchos asistentes reaccionaran airados ante los sonidos eléctricos. Acabada la interpretación de Ballad of a thin man alguien le gritó “Judas” y Bobby respondió que no le creía, que era un mentiroso, para acto seguido, de espaldas al público, decirle a la banda que tocaran "jodidamente alto" un Like a Rolling stone con el que finalizaron el concierto. Pese a su altanería, lo cierto es que a Bobby y a sus chicos les afectaron las muestras de rechazo del público y se volvieron para casa algo tocados en la moral. Dos meses después sufrió el misterioso accidente de moto y canceló todos sus compromisos. Vendría a continuación una etapa de retiro (no volvería a los escenarios hasta 1974) pero, ciertamente, no de inactividad.

Justamente la reaparición de Bob ante su público con la mítica Rolling Thunder Revue de 1975 fue recuperada en la siguiente entrega en 2002. Son también dos cedés, en los que se recogen veintidós canciones interpretadas en vivo, la mayoría provenientes de Desire álbum que aún no había salido a la venta. El siguiente Bootleg, publicado en 2004, vuelve a ser otro concierto, el que tuvo lugar el 31 de octubre de 1964 en el Philharmonic Hall de Nueva York. Uno de los viejos vinilos que tuve en su día era precisamente una grabación pirata –y de muy mala calidad– de esta actuación y, la verdad sea dicha, el disco nunca me gustó demasiado. En la nueva edición se recoge el concierto completo a partir de las cintas originales; sin duda, el sonido es mejor pero sigue sin convencerme. Dylan estaba grabando el que sería Bringin’ it all back home y toca algunas de las canciones de ese álbum (Gates of Eden, It's alright, ma (I'm only bleeding) y Mr. Tambourine man), pero la mayoría son viejas y cantadas con desgana. Se dice que por esa época Bobby andaba muy perdido y probablemente drogándose más de lo aconsejable. Sorprende pues que para la sexta entrega de sus bootlegs se eligiera este concierto cuando disponían de bastantes otros de mejor calidad musical. Pero, ya puestos, no termino de entender el criterio para considerar estos tres conciertos como parte de The Bootleg Series y, en cambio, publicar otros como discos oficiales (aunque está claro que “oficiales” son todos). En el 74, la CBS sacó el estupendo Before the Flood con The Band, en el 76 el Hard Rain y en el 79 el At Budokan; se me dirá que esos fueron publicados contemporáneamente al evento, pero es que más recientemente, en 2011 y 2013, sin incluirlos como bootlegs, se publica el concierto de 1963 en la Brandeis University y una edición corregida y aumentada de la celebración del 30 aniversario que tuvo lugar en el Madison Sqaure Garden en 1993.

El séptimo bootleg, de 2005, es la banda sonora de No Direction Home, el documental de Martin Scorsese. Se trata de una colección de 28 canciones en dos cedés que cubren desde 1959 hasta 1966 y provienen tanto de grabaciones de estudio descartadas en su momento como de interpretaciones en vivo. Aparece incluso un tema de cuando Bob todavía no era Dylan sino un estudiantillo de high-school de dieciocho años. Sin duda, la recopilación resulta interesante y, a mi modo de ver, encaja bien en el espíritu de la serie. También la octava entrega, Tell Tale Signs, mayoritariamente dedicado a tomas descartadas y canciones inéditas del periodo entre las grabaciones de Oh Mercy (1989) y Modern Times (2006). Ya con este bootleg se comenzó una política todavía vigente: hacer diversas versiones, tres en este caso (con uno, dos y tres discos, respectivamente). Luego, en 2010, vino el volumen 9 de las Bootleg Series, en este caso con las “demos” que hizo para sus dos primeras compañías gestoras de derechos, Leeds Music (hasta la primavera de 1962) y Witmark&Sons. Las 47 canciones de la entrega son versiones muy sencillas, tan sólo Bob cantando acompañado de la guitarra acústica (y armónica), y en algunas con piano; al fin y al cabo son eso, demos. Suenan muy bien, en todo caso, y desde luego son una buena muestra del trabajo compositor de los primeros años, aparte de contener varios temas que no habían sido publicados en discos oficiales (pero la mayoría sí en los tres cedés de la primera entrega de estos bootlegs).

Los dos siguientes bootlegs aparecieron en 2013 y 2014 y ambos se refieren a sendos discos oficiales: el Self Portratit de 1970 y las Basement Tapes de 1975 (que, en sí mismo, podría haberse considerado un bootleg si no fuera porque habría sido adelantarse demasiado a los tiempos). Self Portrait fue grabado por un Dylan cabreado, harto del acoso de sus fans, y con la expresa intención de que lo odiaran. El doble álbum recibió, en efecto, pésimas críticas. Sin embargo, a mí siempre me ha gustado; no es que me parezca una obra maestra (para colmo cronológicamente se sitúa entre Nashville Skyline y el increíble New Morning) pero sí que su rareza me lo hace muy atractivo. Pues bien, el bootleg de hace dos años recoge, además de las 24 que en su día se publicaron, demos, descartes y versiones alternativas, elevando la lista de piezas hasta 77. Lo mismo ocurre con el The Basement Tapes complete, en el que los veinticuatro temas de 1975 (si bien grabados en 1967 durante su retiro convaleciente con The Band) pasan a convertirse en 139. En fin, dos bootlegs para estudiosos de la génesis de los respectivos álbumes.

Hace muy poco ha salido a la venta la duodécima entrega de la serie, llamada The Cutting Edge, que literalmente significa filo cortante pero que, según me entero, tembién se corresponde con el adjetivo "innovador"; no tengo ni la más remota idea del porqué del título. Pero lo relevante es que no se trata de un disco de canciones acabadas (que también las hay) sino fundamentalmente de los procesos de grabación, plagadito de tomas interrumpidas, que permiten descubrir a Dylan en su salsa, trabajando en tres de los discos más importantes de su carrera (Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde On Blonde), cuando su inspiración musical estaba en el cénit. El bootleg se comercializa en tres versiones: una sencilla de solo dos cedés y 36 canciones, otra deluxe con seis cedés y 110 pistas y la exuberante Collector's edition con nada menos que dieciocho cedés y 379 pistas: una verdadera salvajada (como el precio: ¡600 dólares!). Hay que ser muy "dylanita" para conseguirse este bootleg, donde apenas se escucha ningún tema inédito. No, no es un álbum para escuchar –al menos, no en el sentido de ponerlo a sonar y tragarse las más de once horas de duración–, sino para analizar detalladamente, en plan friki, las distintas tomas que supusieron la gestación de tantísimas obras de arte. Por ejemplo, hace ya más de cuatro años publiqué dos posts sobre la grabación de Like a rolling stone el 16 de junio de 1965 en el Estudio A de Columbia. Por entonces había escuchado algunas versiones previas y creía tener una idea suficiente de lo que había ocurrido en esa sesión. Ahora me encuentro con la posibilidad de oír las veinte tomas que se hicieron ese día (además de las tres de la víspera) y hasta de escuchar –con dificultad, eso sí– las correcciones que iba haciendo Bob durante las mismas. Y lo mismo (aunque no con tantas pistas) con un buen puñado de las mejores canciones de Dylan.

No obstante, si bien he de confesar que "me pone" esta última entrega, no puedo menos que preguntarme si esta vez Dylan y la CBS no se han pasado varios pueblos. Es como, si lo trasladamos al campo de la literatura, un escritor famoso guardase todos los folios que ha ido emborronando en la confección de sus novelas para, muchos años después, ponerlos a la venta. Obviamente, Dylan y su gente sabrán sobradamente que hay suficientes fans en el mundo para que la operación sea comercialmente lucrativa, incluso a pesar del pirateo internáutico. Veremos que nos depara la próxima entrega de The Bootleg Series.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Vargas (3)

Estamos en 1911, no sé exactamente en qué fecha. Como conté en un post anterior, Max T. Vargas ha viajado a París acompañado de sus dos hijos mayores, Alberto y Max, de quince y catorce años. El fotógrafo va para asistir a una exposición de su trabajo en la capital francesa y recibir la mención de honor del Grand Prix Daguerre-Niepce (premio del que, salvo que lleva los nombres de los dos pioneros de la fotografía, no he podido encontrar ningún dato). Pero viaja también para dejar a sus dos chavales estudiando en Europa; quiere que el mayor aprenda todo de la fotografía (ya había demostrado sus dotes para el oficio como aprendiz en el estudio de su padre) y que el segundo se haga economista. Con una formación de elite, luego habrían de volver a Arequipa para ocuparse del negocio familiar y garantizar, acrecentándola, la prosperidad de la familia. No sería así, al menos en lo que a Alberto se refiere (de lo que fue la vida del hermano no sé nada); pero no nos adelantemos.

Ya conté que Alberto sentía profunda vocación hacia la pintura. Aprovechaba todos los ratos libres de su infancia y adolescencia para emborronar papeles con sus dibujos, mostrando desde muy pequeño una sorprendente agilidad de mano y sensibilidad pictórica. Ha de suponerse que desde muy niño su padre lo llevaba al estudio fotográfico para que lo ayudara en diversas tareas; me lo supongo haciendo recados por las calles arequipeñas y también, un poco mayor, aprendiendo el uso de los los muchos productos químicos que se empleaban en el oficio. Lo que sabemos es que, ya antes de viajar a París, dominaba el uso del aerógrafo, una herramienta auxiliar para colorear las fotos que exigía un manejo delicado. Me puedo imaginar al chaval espolvoreando finas pátinas de color sobre algunas de las fotografías (seguro que los retratos así tratados se vendían mejor y a más precio) y a su padre sorprendido y orgulloso de tanta habilidad. Aclaro, para quienes lo desconozcan, que usar un aerógrafo no es tarea sencilla y, sobre todo, no me parece que sea un instrumento adecuado para un niño.

Recordemos, de otra parte, que estamos a principios del siglo XX. El aerógrafo ("pincel de aire" si traducimos el término inglés, airbrush) no tenía muchos años de vida. Si bien hubo algunos precursores patentados algunos años antes, siempre en Estados Unidos, el primero que sería propiamente un aerógrafo fue inventado en 1889 (aunque patentó posteriores mejoras hasta 1893) por Charles Burdick, un acuarelista de Madison, Wisconsin, que por lo visto ansiaba crear un pincel mecánico. Orgulloso de su invento, Burdick se dedicó a emplearlo en sus acuarelas y envió algunas de ellas a concursos, pero siempre eran rechazadas. En general, el mundo académico pictórico veía con malos ojos ese lápiz soplador de pintura; cabe suponer que lo considerarían como un recurso tramposo, inadmisible en las obras serias. De ahí que durante mucho tiempo –casi hasta los sesenta con el nacimiento del pop-art– el aerógrafo fue vetado por los pintores "serios". Burdick abandonaría sus veleidades artísticas (me da que tampoco debía ser demasiado bueno) y se dedicó a comercializar su invento (poco después se mudó a Inglaterra). Pero que el aparatito fuera despreciado por el Arte (con mayúscula) no impidió que tuviera éxito en otras disciplinas consideradas menores: la fotografía, primero, y la ilustración gráfica después (con sus derivaciones tempranas hacia la publicidad).

Hago un paréntesis para advertir que, como en todo, hubo excepciones a ese rechazo del aerógrafo por los pintores. El caso más conocido es el de Wilson Irvine (1869-1936), vinculado a la escuela impresionista estadounidense. Muy joven, asistió en la Illinois Art School a clases de aerógrafo impartidas por Liberty Walker, quien había patentado antes que Burdick otro modelo (algo más tosco). Una vez adquirida la técnica, Irvine se empleó en la Chicago Portrait Company, una firma que había montado un curioso negocio visto desde la perspectiva actual. Desde su sede central en la windy city se dedicaba a mandar a sus representantes por todo el país (llegó a tener más de dos mil) para que ofrecieran a quien quisiera un "retrato artístico"; le tomaban una foto y luego, en Chicago, alguno de sus 150 artistas se dedicaba a retocarla con distintas técnicas para entregar al cliente un cuadro que pudieran colgar en la pared más noble de su hogar. Las habilidades de Irvine con el aerógrafo le facilitaron el puesto de trabajo. Pero, al mismo tiempo, e influido desde finales de siglo por los impresionistas franceses, se dedicaba a la pintura de paisajes. He tratado de averiguar si, al menos en sus primeras obras reconocidas (las de la primera década del siglo XX) llegó a utilizar el aerógrafo, pero no he conseguido confirmarlo y tiendo a pensar que la respuesta es negativa (casi todos los que he visto son óleos de vigorosos trazos de pincel). Así que cierro el paréntesis cuestionando la excepción que apuntaba al principio.

En todo caso, si hasta Warhol y sus colegas el aerógrafo no fue aceptado en la pintura, muy pronto –como ya he dicho– lo adquirieron los fotógrafos y los ilustradores. En la fotografía, el pincel de aire se convirtió en uno de los más poderosos instrumentos para la manipulación final de las imágenes, mucho antes, claro está, de que las mismas finalidades se lograran con el photoshop y similares. No sólo para colorear retratos, como hacía esa Chicago Portrait Company y por la misma época el estudio de Max T. Vargas gracias a las habilidades de Albertito, sino también para alterar, a veces drásticamente y por motivos menos inofensivos, lo que había revelado la cámara. Los ejemplos más conocidos son los sucesivos borrados de fotografías grupales de Stalin, en las que sucesivamente iban desapareciendo quienes, retratados en el original, habían caído en desgracia (y caer en desgracia en aquella época ya se sabe qué significaba). La más conocida es la foto de 1926 tomada en 15ª Conferencia Regional del Partido en Leningrado 1926, en la que sale Stalin con cuatro de los que eran entonces sus más estrechos colaboradores su oficina con los camaradas Antipov, Kirov, Komarov y Shvenrik, quienes en años sucesivos fueron desapareciendo. Menos sabido es el caso de la famosísima portada del Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band en la cual, a petición de los Beatles, el diseñador Peter Blake había puesto algunos personajes más –Gandhi, Hitler y Jesucristo, entre otros– que luego serían borrados. Gandhi, por ejemplo, aparecía en segunda fila, a la derecha de Lewis Carroll y por detrás de Diana Dors, y fué ocultado prolongando con aerógrafo la palmera y su sombra.

Bueno, como suele ocurrirme, me he ido por las ramas a propósito del aerógrafo (en mi defensa que el aparatillo me trae recuerdos de tiempos ya lejanos) y el post empieza a alargarse sin haber prácticamente avanzado nada en la historia principal. No pasa nada: así la serie tendrá más capítulos. Quedémonos pues con la imagen de un quinceañero con vocación artística y no pocas aptitudes, un muchacho que desde una ciudad de provincias del Perú llega a la gran capital artística del mundo. ¿Podéis imaginaros lo que sentiría? Supongo que el término más correcto sería deslumbramiento. Apenas hay testimonios de esa estancia, pero podemos intentar recrearla; será en una próxima entrega.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Vargas (2)

Los años de esplendor de Max T. Vargas coinciden con la que se ha dado en llamar la bella época arequipeña, casi contemporánea –con el ligero retraso lógico– de la parisina, durante la última década del XIX y las dos primeras del XX. De hecho, París era el referente máximo para la enriquecida burguesía de esta capital provinciana y hacia allí dirigían sus miradas los nuevos potentados andinos. Tened en cuenta que hasta finales del XIX, Arequipa vivió con especial intensidad la convulsa situación política del Perú, iniciada con la guerra contra Chile (1879-1883) y seguida por un conflicto civil (1884-1885) que se repetiría diez años después con la revolución contra el segundo gobierno del general Cáceres. Cuando en 1896 Vargas abre su estudio, los arequipeños, hartos de los frecuentes sobresaltos de los tiempos pasados, ansiaban más que nunca tranquilidad social y prosperidad económica, y a ello se dedicaron con intensidad sin precedentes. Se fundan empresas y negocios, instituciones culturales y científicas, la ciudad, en suma, despliega dinamismo y asombra al resto del País, incluidos los recelosos limeños.

Como sin duda ya preveía, la actividad retratista de Vargas, así como la de su gran competidor Emilio Díaz, lo entroncó enseguida con lo que hoy llamaríamos fotografía de moda. De hecho, las imágenes tomadas por estos dos profesionales, sobre todo durante la primera década del XX cuando eran los monopolizadores incuestionables del retrato fotográfico en Arequipa, se han convertido en material imprescindible para conocer los modos de vestir y presentarse de la época, en especial de las mujeres de situación económicamente desahogada. La clase social alta arequipeña era fuertemente conservadora, como corresponde pero aún más si cabe. El espacio de la mujer quedaba reservado al ámbito privado o a su presencia en acontecimientos sociales, la mayoría de naturaleza religiosa. Las modas en los vestidos provenían directamente de la capital francesa, difundidas por La Mode Illustré para luego ser confeccionados por modistas locales, si no eran comprados en el propio París, a donde cualquier arequipeño ilustre había de viajar. Parece que en el inevitable reparto de clientela entre los dos fotógrafos, a Emilio Díaz le tocó hacerse cargo mayoritariamente de la burguesía adinerada mientras que Max T. Varga se apropió del estrato superior, el que podríamos casi calificar de aristocracia arequipeña. Reproduzco a continuación algunas fotografías del primero, para dar una idea de cómo eran esa mujeres de hace más de un siglo, de los retratos que querían conservar para contemplarse a sí mismas.

En fin, que la apuesta de nuestro fotógrafo de montar estudio profesional en la Arequipa de aquellos años –en vez de emigrar a Lima, por ejemplo, que sería la tónica en décadas posteriores– le salió bien y muy pronto debió de alcanzar una boyante situación económica. Lo necesitaba, porque formó familia muy jovencito, aunque no he podido descubrir la fecha de su boda. Su mujer se llamaba Margarita Chávez, lo que no da muchas pistas porque es de los apellidos más frecuentes en el Perú y especialmente en Arequipa, lo que tiene una explicación que no me resisto a callar. En 1786, el que entonces era canónigo lectoral en Córdoba, el gaditano Pedro José Chávez de la Rosa, fue designado Obispo de Arequipa. Cruza el charco, llega a El Callao, viaja por tierra hasta su sede diocesana y ocupa el cargo durante diecisiete años (hasta 1805). Una de sus obras más notables fue la fundación al principio de su episcopado de una casa para niños huérfanos, que aún hoy subsiste con el nombre de albergue Chaves de la Rosa (la sustitución de la z final por s es habitual en muchos apellidos peruanos). Imaginemos pues la cantidad de niños que han sido acogidos en esa institución durante sus más de dos siglos de vida. Pues bien, parece que era costumbre que los que llegaban sin filiación recibieran el apellido del fundador; se estima que pudieron ser del orden de cincuenta mil. A lo mejor, la señora de Max T. Vargas fuera descendiente de algún huérfano del albergue; no tengo ni idea, pero la hipótesis es sugerente. Lo que se sabe con certeza es que el hijo mayor del matrimonio, Alberto, nació en febrero de 1896 por lo que cabe suponer que el fotógrafo se casaría a mediados del año anterior, si no antes; ciertamente muy joven, con veintiún años o menos. La foto que sigue a este párrafo es un retrato familiar del propio Max, que por la apariencia del chico (le echo unos catorce), se tomaría hacia 1910, en pleno auge del negocio. Para entonces la pareja había ya engendrado seis retoños (tres y tres) y se ve que de forma bastante seguida (es probable que la descendencia ya no aumentara). El patriarca, sentado con una pose de dignidad muy de la época, andaría pues mediada la treintena. Su mujer me parece algo más joven, lo que lleva a pensar que era poco más que una niña cuando quedó embarazada por primera vez (la sospecha de una relación pecaminosa y un matrimonio apresurado es inevitable). A riesgo de parecer racista, también observo que ella es más "blanca" que él, en quien se perciben rasgos indígenas. Conociendo el clasismo-racismo de la conservadora Arequipa de finales del XIX, cabe elucubrar (ante la ausencia de información) que al ascenso social del joven fotógrafo "cholito", contribuyera, además de sus dotes profesionales, el enlace con una dama bien "colocada".


Hacia la fecha de la fotografía anterior, Vargas, ya consagrado en su ciudad, proyecta su fama hacia el exterior. En 1910, en efecto, expone en una galería limeña, mayoritariamente escenas de paisajes (Tiahuanaco, vistas de Arequipa y del Misti, de Mollendo), pero también retratos de estudio. Esa exposición viajará luego a París, en 1911. Allí fue el fotógrafo, acompañado de sus dos hijos mayores a quienes pensaba dejar estudiando en Europa. Alberto, el primogénito, tenía quince años; Max, el segundo, tendría uno menos. Los destinos profesionales de ambos estaban decididos, como era usual en la época. El mayor estudiaría fotografía en Ginebra y Londres, para luego volver a Arequipa y hacerse cargo del estudio familiar. El segundo, en cambio, sería economista. Los planes no se cumplirían, al menos en lo que al mayor se refiere, que es de quien pretendo seguir escribiendo en sucesivos posts. El chico, aunque había mostrado unas excelentes dotes para la fotografía y había aprendido mucho con su padre, quería dedicarse a la pintura, afición a la que dedicaba todo el tiempo posible. Seguro que el padre lo sabía y habría tenido alguna discusión con el muchacho y la zanjaría desdeñoso, incapaz de imaginar que pudiera desobedecerle. Así que supongo que Max T. Vargas regresó al Perú convencido de que sus hijos acatarían sus planes, aunque tardaría pocos años en percatarse de su error. De vuelta en Arequipa, su notable fama se traduce en multitud de encargos y también honores. Sin embargo, el éxito no dura y la decadencia aparece hacia finales de esa segunda década del pasado siglo. De hecho, en 1920 Vargas deja Arequipa y no se sabe por dónde anduvo hasta que reaparece en Lima a mediados de los treinta. Allí se ganaría la vida como un fotógrafo más y editando él mismo postales para la venta, hasta finalmente morir en 1959, un anciano desconocido de ochenta y cinco años. ¿Cuáles fueron las causas de la decadencia profesional (y hasta personal) del gran fotógrafo en Arequipa? ¿Dónde estuvo esos casi quince años hasta que se dan noticias de su residencia en Lima? Son preguntas que me intrigan y a las que no he encontrado respuesta.

Hay, eso sí, algunas pistas sobre la progresiva pérdida de éxito comercial a las que enseguida me refiero. Pero no me parecen suficientes para que un tipo así desaparezca prácticamente del panorama profesional de la ciudad y del país. Pienso que tuvo que ocurrirle algo grave, un golpe catastrófico, quizá de índole familiar, no sé. Lo que sí sabemos es que en Arequipa aparecieron otros fotógrafos que le fueron comiendo el mercado, tanto a él como a su gran rival Emilio Díaz. Se trata de los hermanos Vargas (no eran parientes suyos), que irónicamente habían sido aprendices en su estudio hasta que montaron, en 1912, uno propio. Los Vargas Zaconet, más jóvenes y técnica y artísticamente superiores, alcanzaron pronto mucho mayor prestigio. También hubo otros, entre los que destaca Martín Chambi, probablemente el más grande fotógrafo peruano, un puneño que, tras pasar una década en Arequipa en el estudio de Max T. Vargas, se desplazó al Cuzco (fue de los primeros que fotografió y popularizó las imágenes de Macchu Picchu). En fin, que puede decirse que la época Max declinaba y quizá no supo asumirlo. Y eso que aún era un hombre joven, en la cuarentena, con cuarenta años más por vivir de los que apenas nada se sabe. Se desvanece en la historia el fotógrafo, casi sin dejar rastros; pasaré pues a ocuparme de su hijo mayor.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Fe

Creo en Dios porque experimento su presencia en mi vida, porque mantengo con Él una relación personal y amorosa, todo lo misteriosa que suena así dicho, todo lo atribuible a sugestión o a proyección que se quiera, pero no por ello menos real y eficaz y operante en mi vida. Es una experiencia, y como tal los razonamientos pueden explicarla o discutirla, pero no pueden negarla ni permiten ignorarla. Creo que cualquier adulto serio que tenga fe la tiene de esa manera, y que quien no la tiene de esa manera no es exactamente creer en Dios lo que hace, sino adscribirse a una moral, afiliarse a una iglesia o profesar una ideología. Cosas todas respetables, y hasta útiles y convenientes, pero que NO son la fe.

El párrafo anterior es el final de un comentario de Vanbrugh al post del pasado miércoles 4. Probablemente es la confesión personal de fe (cristiana, en este caso) más convincente que he escuchado. Para ser más precisos: que a mí más me convence y en eso influye mucho el que conozca a V. Lo aclaro porque he leído bastantes confesiones de este cariz, no pocas de ellas que destilaban mucha sinceridad, también mucho sentimiento. Pero, por muy ilustres que hayan sido algunos de esos escritores, será que no es lo mismo que escuchar la versión personal de alguien a quien conoces. Valga lo dicho para sentar, en primer lugar, que creo sin ninguna sombra de duda que Vanbrugh, efectivamente, experimenta la presencia de Dios en su vida, que mantiene con Él una relación personal y amorosa. Salvando cuantas distancias se quieran, lo mismo que Lo sentían y se relacionaban con Él los místicos del Siglo de Oro, por ejemplo.

Entiendo que “creer en algo” es tener el convencimiento profundo de que ese algo existe, es real. Empleo el adjetivo “profundo” porque ahora no se me ocurre otro para expresar que ese convencimiento va más allá del conocimiento de la realidad del objeto de la creencia. Yo sé, por ejemplo, que habito en un planeta sensiblemente esférico que da vueltas en torno al sol, pero a ese conocimiento no lo llamo fe porque no se convierte en “experiencia profunda”, no determina mi personalidad, mis emociones, mis sentimientos, mis motivaciones. Me da la impresión de que el meollo definitorio de lo que V. llama fe es justamente la estrecha, indisoluble, ligazón entre el conocimiento de la realidad de algo (sea éste verdad o no) y sus efectos en nuestra estructura psíquica, ya que aquél, en mayor o menor grado, se erige en elemento determinante de ésta. Es lo que Vanbrugh llama “experiencia”. Él experimenta la existencia de Dios pero supongo que no “experimenta” (en ese sentido) que habita en un planeta del Sistema Solar. En mi caso, algo que yo conozco y experimento con ese alcance semántico –ya que no es la existencia de Dios– sería que soy mortal.

Desde luego, si alguien experimenta la presencia de Dios en su vida y lo hace de forma continuada (es decir, no ocasionalmente después de un viaje de ácido, por ejemplo), ha de creer necesariamente en Él. En este blog dediqué un post a hablar de Antony Flew, filósofo británico célebre por ser una de las más señeras figuras del ateísmo que, sin embargo, en sus últimos años (murió en 2010) llegó a la conclusión de que Dios sí existía. El suyo, según cuenta él mismo, fue un proceso estrictamente intelectual, nada que ver con lo que explica V. De hecho, su pequeño libro de 2007 –Dios existe– acaba confesando que, aunque cree que Dios existe (y un Dios personal, omnipotente, que se relaciona con los hombres, el Dios del cristianismo, en suma), todavía no había establecido contacto con él pero confía en que "quizás algún día pueda oír una voz que dice: ¿me oyes ahora?" Si interpreto bien a Vanbrugh, Flew no llegó a tener fe, lo más el deseo de tenerla. Ciertamente, definir la fe en Dios en la forma en que lo hace V se me hace excesivamente restrictivo. Creer en Dios (o en el Dios cristiano, para acotar) no es sólo estar convencido de su existencia y de, al menos, sus principales atributos, sino sentirlo y relacionarse con Él. Si quienes no viven esa presencia de Dios no tienen fe, mucho me temo que la gran mayoría de los que se dicen católicos (y aseguran creer en Dios) carecen de ella. O quizá me equivoco.

Esta idea de la fe lleva directamente a concebirla como una gracia, un don que infunde Dios a la persona; y más o menos por ahí han discurrido varios teólogos (al menos, desde la Reforma de Lutero) cuando, con no pocos malabarismos y enredamientos, discutían sobre las relaciones entre fe y libertad y otras pertinentes que hoy a casi nadie interesan. Vanbrugh, a diferencia de muchos otros, habría tenido la fortuna de ser agraciado con el don de la fe en Dios; es decir, que él experimente en su vida la presencia amorosa de Dios es debido a que su cerebro ha sido dotado de algún tipo de receptores neuronales capaces para ello. Para no abundar demasiado en intervenciones divinas, podría ser que todos hayamos sido dotados con estos receptores (de otro modo, Dios en tanto nuestro Creador habría sido bastante injusto negando a una parte notable de la humanidad la posibilidad de experimentar su presencia), pero que bastantes nos hayamos empeñado en obturar esa percepción. Algo así, más o menos, viene a ser lo que predica la Iglesia al respecto: que la fe es una gracia divina pero que el hombre ha de currársela (y siempre es libre, por supuesto, de renunciar a ella).

Como he dicho antes, creo efectivamente que V siente la presencia de Dios. De hecho, que los humanos sintamos la presencia de entes que no tienen realidad física (o, mejor quizá, que no pueden ser percibidos por los sentidos de que disponemos para "sentir" el mundo material que nos rodea) no es nada excesivamente raro. Conozco a una persona que siente que su mujer, muerta hace ya tres años, está presente en su vida y la siente así, con absoluta certeza. Sabe perfectamente, desde luego, que esa presencia no es material y está dispuesto a admitir que "puede" ser una trampa de su cerebro pero, al mismo tiempo, piensa (yo diría que se inclina más por esta opción) que su mujer tiene una realidad independiente de su cerebro y, por tanto, su espíritu, vivo en las mismas coordenadas espacio-temporales que las suyas, está efectivamente presente, acompañándole y relacionándose con él. Cuando leí el comentario de Vanbrugh inmediatamente pensé en este amigo. Hay dos diferencias, claro: que esa mujer no es Dios, sino que fue una persona real (la conocí, por cierto) y, por tanto, el cerebro de mi amigo lo tiene más fácil para identificarla; y que éste admite, aunque a regañadientes, que esa experiencia continuada que vive podría ser una construcción de su cerebro.

En cualquier caso, creo entender lo que dice V. y también que no tenga ningún deseo de "liberarse" de esa fe (esto viene a cuento de su comentario previo en el mismo post). Porque estoys convencido de que el cerebro humano es los suficientemente poderoso para crear experiencias que se perciban tan o más reales que las que recibimos a través de los "canales convencionales". También creo, de otra parte, que la necesidad de Dios, como explicación y "solución" a las angustias existenciales que, estoy seguro, el ser humano empezó a sentir desde su más temprana edad, es intrínseca a nuestra especie. De ahí que el fenómeno de la fe –como vivencia– no me parece ninguna anomalía. Si el amor y la pena por su pérdida ha hecho posible que mi amigo sienta la presencia de su mujer, ¿por qué no hemos de sentir la presencia de Dios por motivos análogos? Y, sin duda, si nuestras ansias de trascendencia o el miedo a la desaparición en la nada siguen estando ahí, me parece evidente que creer "de verdad" en un Dios amoroso, omnipotente y eterno –si se puede o si se ha sido agraciado con la fe– es fantástico, y nadie que lo experimente desearía dejar de creer. Incluso, aunque admitiera que se trata de una sugestión o proyección (como apunta el propio V). De hecho, no me sorprendería que en el supuesto (de ciencia-ficción) de que pudiéramos moldear nuestros cerebros, una gran mayoría pediría que se le insertase el módulo de la fe.

Sea como sea, acabo manifestando mi acuerdo con lo que, al respecto de lo que siente, dice Vanbrugh: "Es una experiencia, y como tal los razonamientos pueden explicarla o discutirla, pero no pueden negarla ni permiten ignorarla". Así es.