domingo, 28 de febrero de 2016

Hace diez años (y una semana)

El 20 de febrero de 2006 empecé este blog. Mi primer post se llamaba ¿Qué hago aquí? y en él decía que no lo sabía, que simplemente estaba probando a hacer un blog, aprendiendo las reglas elementales de la edición en internet. En ese momento no tenía nada que contar a nadie. Estaba saliendo de una etapa personal muy dura, cuyo final marcó la apertura de lo que luego llamé la segunda parte del partido, pleno de dudas y con muy pocas de mis viejas seguridades ilesas. De ahí el nombre que le puse al blog y que aún hoy considero adecuado. Lo cierto es que empecé a escribir con bastante frecuencia, a volcar en una página que al principio nadie leía casi cualquier cosa que se me pasaba por la cabeza. De hecho, no voy a negar que en esos primeros meses el blog me ayudo mucho a iniciar mi nueva vida. Con pocas entradas publicadas (al mes y medio, más o menos) aparecería K y todo fue a mejor, a mucho mejor.


Así que este blog, Conciertos y desconciertos, ha cumplido una década, cumpleaños redondo que se me ha pasado y vengo a darme cuenta una semana después. La verdad que no está nada mal llegar a esta edad, supongo que la mayoría de los blogs que han aparecido por internet no la alcanzan. No es un record, desde luego, pero sí un logro del que me siento moderadamente orgulloso, máxime cuando la constancia no es precisamente una de mis virtudes. En los tres mil seiscientos sesenta días transcurridos he publicado, con éste, 1.205 posts, lo que hace una frecuencia media de casi uno cada tres días. Si a ello sumamos que son raros los periodos largos en los que no haya publicado, resulta que mi dedicación al blog ha sido muy aceptable.


Naturalmente, este no es un blog popular. Si le hubiese puesto anuncios de esos que te pagan por visita no me habría valido para salir de pobre. Desde luego me agrada que me lean y me comenten, pero habría seguido escribiendo y publicando aunque nadie lo hiciera. En todo caso, tampoco es que me queje: según las estadísticas de Blogger he recibido casi diez mil comentarios, lo que da una media de algo más de ocho por entrada. Si a estos sumamos las visitas de quienes no comentan, (últimamente una media de unas 150 por entrada) pues parece que me lee más gente de la que habría imaginado hace diez años. Eso sí, la mayoría de los lectores (y sobre todo los comentaristas) son más o menos asiduos. Es difícil que se incorporen nuevos y, por el contrario, bastantes de los que hace tiempo pasaban habitualmente por aquí han ido desapareciendo.


Si releo lo que escribía hace diez años, puedo dimensionar los cambios, tanto externos como en mí mismo. El Miroslav que escribió esos textos, aunque cercano a mí, ya no soy yo. Habría estado bien que el blog lo hubiese empezado hace tres o cuatro décadas (imposible porque no existía internet) para poder asomarme a un Miroslav que sí sería bastante diferente del actual. Si los dioses lo permiten, haré este ejercicio en 2026, fecha para la que espero estar jubilado. De momento, mantener el blog me sigue resultando divertido y estimulante, sin que en todo esto tiempo haya sentido la tentación de abandonarlo, así que ¿por qué no prever que aguantará otra década? Lo que ya me parece de más dudoso pronóstico es que para entonces sigan por aquí los que todavía se acercan, pero quién sabe.

 
Spoonful - Ten Years After (Ten Years After, 1967)

Este tema lo he elegido, fundamentalmente, porque es de Ten Years After, uno de los magníficos grupos británicos que "reinventaron" el blues-rock en la segunda mitad de los sesenta y eclosionaron durante los setenta. Aunque estos chicos son muy buenos, nunca alcanzaron tanta fama como otros de sus grandísimos contemporáneos pese a merecerla. Justamente dentro de una semana se cumple el tercer aniversario de la muerte de Alvin Lee, al que dediqué un post en su día. La canción –spoonful– es un clásico del blues, escrito por uno de los mitos, Willie Dixon, e interpretado por primera vez nada menos que por Howlin' Wolf en 1960. Muchos de los grandes la han grabado y si hubiera de elegir una versión sería otra (por ejemplo, me gusta más la de los Cream del año anterior), pero ésta tampoco está nada mal. "Los hombres mienten por pequeñeces, algunos de ellos lloran por pequeñeces, otros mueren por pequeñeces y todos pelean por una cucharada, por esa cucharada. Podría ser una cucharada de diamantes, una cucharada de oro, pero para mí una pequeña cucharada de tu preciosísimo amor es más que suficiente".

viernes, 26 de febrero de 2016

Probabilidades, bebés y piratas

Las probabilidades no son tan intuitivas como parece y esto es algo que deberíamos tener en cuenta porque todos, más o menos conscientemente y más o menos acertadamente, calculamos probabilidades en nuestros actos cotidianos. Por ejemplo, cuando aparcamos "un momento" el coche en segunda fila estimamos muy baja la probabilidad de que aparezca un municipal con la grúa durante el tiempo que nos llevará nuestra gestión. O el ejemplo que viví en primera persona hace muchos años y conté el pasado domingo: cuando, tras una serie de varios negros salidos en la ruleta, pensamos erróneamente que hay más probabilidades de que salga el rojo. En los comentarios a ese post aludí a esto con la desafortunada expresión de que el azar no sabe lo que ha ocurrido antes, lo que Vanbrugh aprovechó para hacerme notar que "las leyes físicas no se cumplen porque el universo "sepa" que "debe" cumplirlas". Esta última frase daría para largas discusiones pero, en todo caso, se saldrían de lo que entonces tratábamos y que también es el objeto de este post: las probabilidades.

Las probabilidades se refieren a acontecimientos, a la frecuencia con que cabe esperar que suceda un determinado resultado. Para calcular probabilidades debemos saber los resultados posibles y las condiciones en que los acontecimientos se producen. Así, si el acontecimiento es lanzar una moneda al aire y la moneda no está trucada ni puede caer de canto, sólo hay dos posibles resultados: que salga cara o que salga cruz, y ambos tienen la misma probabilidad de salir en cada lanzamiento. Como solo hay dos resultados, la probabilidad de que en cada lanzamiento salga cara (o cruz) es de una entre dos (1/2) o, como más habitualmente se expresa, del 50%. Si ese acontecimiento se repite muchas veces (llamemos n al número de veces), el número de resultados posibles al final de la serie es el de las variaciones (con repetición) de dos elementos tomados n veces, cantidad que es igual a 2 elevado a n (2^n). El número de resultados crece exponencialmente con la repetición del evento y enseguida se hace inmenso: 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, 512, 1024 ...

La probabilidad de que al cabo de n repeticiones del acontecimiento salga un resultado concreto de los 2^n posibles es, por tanto, una entre 2^n. Por ejemplo, la probabilidad de que tras diez lanzamientos salgan diez cruces es 1/1024 o del 0,097656%. Muy baja, ciertamente, como todos sabemos intuitivamente. Por eso, no nos asustaría apostar a que no se va a dar ese resultado; lógico, porque la probabilidad de que no salgan diez cruces seguidas es de 1.023 resultados posibles (todos menos el de las diez cruces) entre 1.024, o sea, del 99,9%. En el fondo, aunque los lanzamientos de moneda se vayan produciendo uno tras otro, secuencialmente, la probabilidad de cualquier resultado entre los 2^n posibles es la misma que si se lanzaran simultáneamente diez monedas al aire. Digamos que, siempre que los eventos sean independientes (no influya el resultado previo en el siguiente), el tiempo carece de relevancia: da igual infinitos lanzamientos de una moneda durante un tiempo infinito que el lanzamiento de infinitas monedas en un instante (tiempo cero). Conclusión esta muy sugerente y que nos orienta hacia las reflexiones (tan poco intuitivas) de la física sobre el tiempo, etc.

Pero el tiempo existe, o al menos eso creemos. De ahí que la probabilidad de cualquier acontecimiento cambie según el momento de la sucesión en que estemos o, lo que es lo mismo, según la información de que dispongamos. Cuando iba al casino calculé acertadamente que, como para perder tenían que salir diez negros seguidos, la probabilidad de que ocurriera era ínfima. Sin embargo, en la nefasta sucesión de tiradas que me arruinó, para cada una de ellas, la probabilidad de perder (y de ganar) era del 50%, bastante más alta. O sea, en mi última puja aposté nada menos que dieciséis mil pelas de entonces a que salía rojo en esa tirada concreta; nadie mínimamente prudente lo haría, ¿verdad? Este ejemplo vale, creo, para ilustrar que las probabilidades no son siempre intuitivas. O, si se prefiere, dos resultados incompatibles nos resultan intuitivos: entendemos que tenía un 50% de probabilidades de ganar en esa última tirada, pero también entendemos que las probabilidades de ganar en las diez tiradas era del 99,9%.

Pongo otro ejemplo con los nacimientos de bebés, para volver a los hospitales de Vanbrugh (mientras espero por su prometido post en el que nos explicará otro misterio). Cuando nosotros o una pareja conocida está esperando un hijo (y siempre que no les hayan desvelado el sexo), suponemos acertadamente que hay un 50% de probabilidades de que sea niño y otro tanto de que sea niña. Por otra parte, si nos dicen de una pareja que tiene muchos hijos –rara avis en estos tiempos pero no en los de mis padres– esperamos que el número de niños y de niñas no difiera demasiado y de hecho nos sorprende por excepcional una familia, por ejemplo, de diez vástagos varones y ninguna hembra. De hecho, la probabilidad de que esos padres hayan engendrado diez varones es exactamente la misma que la de que yo perdiera mi escasa fortuna juvenil en la ruleta, menos de una entre mil. Y sin embargo, cuando la señora estaba en su décimo embarazo con la desesperada esperanza de dar a luz a la ansiada niña, las probabilidades de que se cumplieran sus deseos era también del 50%. Aunque a ese respecto hubo división de opiniones entre los amigos del atribulado matrimonio. Unos opinaban que después de nueve chicos tenía que haber más probabilidades de que naciera una chica (más o menos lo que me llevó a perder en la ruleta); otros, en cambio, dada la anomalía estadística previa, pensaron que el padre tenía una mayoría abrumadora de espermatozoides Y, por lo que las probabilidades estaban a favor del nacimiento de otro varón más.

Durante la lectura de los posts de Vanbrugh me acordé de un problemilla que viene muy al caso porque pone de manifiesto que con las probabilidades, a veces, no hemos de fiarnos del todo de lo que nos dice la intuición. Imaginémonos que una pareja amiga que ya tiene un hijo varón está esperando otro; obviamente la probabilidad de que sea varón es del 50%. Ahora hagamos un ligero cambio, supongamos que ya ha nacido el bebé pero no nos enteramos de su sexo, ¿qué probabilidad hay de que sea varón? Pues la misma, claro, el 50% (hasta aquí la intuición parece funcionar bien). Otro ligero cambio en el planteamiento: la pareja no es amiga nuestra pero vamos a conocerla esta noche en una cena y para caerles simpáticos hemos pensado en comprar unos detalles para sus hijos. Nos han dicho que tienen dos y que uno de ellos (nuestro informante no sabe si el mayor o el menor) es varón. ¿Cuál es la probabilidad de que el otro también sea varón? He hecho la prueba con compañeros del curre y casi todos, siguiendo su intuición, me han contestado que la misma, el 50%. Pero no, la probabilidad de que el hijo cuyo sexo desconocemos sea varón es del 33,33% (y lógicamente, hay un 66,66% de probabilidades de que sea niña). Pensamos pues en comprar una muñeca en vez de una pistola de agua, pero luego nos dimos cuenta de que vivimos ya en una sociedad no sexista y, por tanto, averiguar el sexo que desconocíamos era irrelevante (hasta contraproducente). Tiene su miga (o su gracia) cuando las probabilidades no son las que uno espera.

Y para acabar, aprovechando que empieza el fin de semana, planteo un problema que me enviaron hace unos días y me resultó entretenido. Como en casi todos, la clave está en enfocarlo correctamente porque, si no, uno se puede pasar mucho rato dándose cabezazos contra un muro. Acabo de comprobar que puede encontrarse en internet (incluso con algunas variantes), pero doy por supuesto que mis lectores no hacen trampas, porque sería hacérselas a sí mismos. Lo divertido de estos ejercicios es el rato que se pasa pensando; el único premio es la propia satisfacción. Bueno, allá va el enunciado.

Se trata de una banda de cinco sanguinarios piratas que, gracias a sus últimas felonías, han acumulado cien monedas de oro. Se aprestan a repartirse el botín y para ello no se dan veinte monedas cada uno como haríamos los miserables burgueses sino que aplican un curioso procedimiento ya consagrado entre sus tradiciones. El pirata de más edad hace una propuesta de reparto (o sea, dice el número de monedas para él, para el segundo pirata, para el tercero, para el cuarto y para el quinto, de modo que la suma de las cinco cifras es 100) y la somete a votación. Si el resultado es de la mitad o más de los votos, la propuesta se lleva a la práctica y asunto resuelto, se acabó el reparto. En caso de que la propuesta obtenga menos del 50% de los votos, al pirata proponente lo tiran por la borda a unas aguas infestadas de tiburones. Entonces el siguiente pirata en edad hace su propuesta y vuelven a votar siguiendo exactamente el mismo procedimiento. Y así siguen hasta que algún pirata consigue ganar una votación o todos son pasto de los tiburones salvo el último que se queda con las cien monedas de oro.

Los cinco piratas son expertos lógicos y cada uno sabe que todos los otros lo son también (es decir, saben que las decisiones que adoptarán sus compañeros obedecen a los mismos criterios lógicos que las suyas propias). De más está decir que lo que decide la propuesta y el voto de cada pirata es maximizar su ganancia, conseguir el máximo número de monedas sin que lo tiren por la borda. Lo que hay que averiguar es cuál fue la propuesta de reparto que hizo el primer pirata. He dejado para el final dos datos que admiten alternativas. La primera sería que votan todos (incluyendo el pirata que hace la propuesta) o todos menos el proponente. La segunda alternativa es si se admiten o no abstenciones en las votaciones. De admitirse, un pirata se abstendría cuando la propuesta le es indiferente; de no admitirse, hay que pensar que en caso de serle la propuesta económicamente indiferente votaría en contra para darse el gusto de tirar a un colega por la borda (recuerdo que son muy sanguinarios). Al resolverlo hay que decidir primero la variante que se elige.

Pues nada, a divertirse un rato. Una vez encontrada la solución se puede dar un paso más y tratar de encontrar la regla general para este tipo de problemas (que es una buena simulación de votaciones entre actores e intereses múltiples como las que se dan en un Parlamento). Es decir, ¿cómo se resuelve para un número cualquiera de piratas (p) y de monedas (m)? ¿Y qué pasa si p > m?

 
My treasure - Johnny Cash (Now Here's Johnny Cash , 1961)

miércoles, 24 de febrero de 2016

Cabe imaginar que todavía hoy quedan opciones de izquierda

Cabe imaginar que todavía hoy existen personas que
están en contra del servicio militar obligatorio
e incluso desean la abolición de los ejércitos,
que no entienden cómo algunos perciben rentas millonarias al día mientras a otros los más agotadores esfuerzos apenas les alcanzan para comer,
y piensan que no deben admitirse estas diferencias de fortunas.

Cabe imaginar que todavía hoy queden quienes
defienden el amor libre,
sin necesidad de adecuarlo a moldes religiosos o civiles.
 
Y ven injustas las herencias económicas.
Y se oponen a cualquier forma de opresión del individuo por el Estado, llámese fascismo o comunismo o con cualquier otro calificativo. Y no digamos por caciques, grupos sociales o corporativos, instituciones, iglesias y demás engendros.
Cabe imaginar que todavía hoy hayan gentes que, en suma, 
pretenden lograr la máxima libertad del individuo 
sin más imposiciones que las absolutamente imprescindibles.

Si hay partidos políticos que contienen en sus idearios y programas estas utopías, es que aún quedan opciones de izquierda. Por el contrario, los partidos políticos que no propugnen estas metas son la derecha, por muchas siglas confusas con las que se disfracen.


Esta tarde he empezado a ordenar la inmensidad de papeles que almaceno en mi despacho. Testimonios en celulosa de los últimos cuarenta años, desde los últimos años del bachillerato. Voy encontrando muchas cosas olvidadas. Por ejemplo, en un cuaderno en el que durante una época tomaba apuntes de los asuntos más variados encuentro el texto anterior. Según consta de mi puño y letra al final, son palabras de Fernando Fernán Gómez el 23 de diciembre de 1992 en Antena Tres, transcritas por mí de memoria (no es cita textual). Ya no me acuerdo de esa intervención televisiva (probablemente una entrevista), pero sin duda me impactó, tanto que al acabar de verla quise fijarla en el cuaderno que ahora recupero. Fernán Gómez tenía 71 años y aún le quedaban casi quince de vida. Han pasado algo más de 23 años; ¿qué diría hoy?

lunes, 22 de febrero de 2016

Confesión (3)


— Así que tú eres Amaranta ... Y te apellidarás Buendía, supongo.
— Es probable, tanto como que tú seas un gangster judío con casinos en La Habana.
— Eso fue hace mucho, antes de Fidel, y mira ahora lo cascado que está el comandante.
— Vale, y ahora, ¿me puedo sentar?

Esta breve esgrima dialéctica había durado los cuatro pasos que distaba la puerta del apartamento 411 del edificio Gante de la pequeña sala mobiliario estándar. Había tocado a las cuatro y media exactas y la puerta se abrió inmediatamente, aún reverberaba el timbrazo. Lansky era un hombre corpulento (1,85 y casi noventa kilos, calculé), de unos cincuenta y pocos, la cabeza totalmente afeitada y barba de tres días, mirada directa, inteligente, muy parecido a Zidane, el futbolista. Una primera impresión más que agradable, vamos que el tío me gustó de entrada, lástima.

Con un gesto displicente me señaló el sofá de dos plazas tapizado a flores que se apoyaba contra la pared. Un detalle de buena educación, pensé, mientras lo veía agacharse tras la barra de la cocina americana y asomar con una botella y dos vasos. Supongo que te gusta el whisky, éste es un malta excepcional, un descubrimiento reciente, japonés. Creí advertirle un amago de sonrisa, ambos estamos examinándonos, me dije, pero él quiere llevar la iniciativa. Me sirvió dos dedos, para que lo saborees, me dijo, luego, si quieres, te añado agua. El whisky no me gusta, cogí el vaso clavándole los ojos, bebí un sorbo, despacio, dejando que el líquido reposara contra el paladar, entraba fresco pero acababa con un golpe áspero. Delicioso, afirmé, dejando el vaso sobre la mesa. ¿Te pongo agua? Un poco, contesté, la verdad es que no estoy demasiado acostumbrada a beber. Sí, son cuarenta y tres grados y dieciocho años, ¿has notado el aroma a cereza? Voy a tener que currarme el aprobado, y puse mi mano izquierda sobre su derecha, deteniendo el acercamiento de la jarra; no pudo evitar un ligero respingo de sorpresa. Espera, deja que dé otro sorbo. Tienes razón, le contesté, y noto también tonos de fresas y albaricoques, ¿acierto? Probablemente, no podría asegurártelo, como te digo, lo he descubierto hace poco y me ha entusiasmado; lo que sé es que se produce al modo tradicional japonés, en la destilería más antigua de ese país. Le sonreí y tiré ligeramente de su mano para que me sirviera un poco de agua. Luego se sirvió su vaso y se sentó en el sillón que daba la espalda a la puerta. Parecía más relajado: ¿fin del primer asalto?

— Te imaginaba más joven — fue su primera frase, los dos ya sentados, y pensé que no era la mejor para empezar a hablar de negocios.
— Yo también a ti, la verdad — me lo había puesto a huevo, pero era cierto: demasiado mayor para el trabajo que quería encargarle.
— Más joven pero menos guapa y, desde luego no tan culta — no se daba por aludido (de momento) y pasaba al piropo; ¿quería caerme bien? — Siempre es una sorpresa agradable. Contéstame a una pregunta: ¿cómo es que una chica de tu edad sabe quién fue Meyer Lansky?
— Podría contarte que me interesa la historia norteamericana de mediados del XX o que soy una cinéfila, fanática del Padrino.
— Hyman Roth, sí, El Padrino 2, Lee Strasberg — se le ensanchó la sonrisa — Podrías contarme eso pero ...
— Pero lo cierto es que nunca había escuchado ese nombre hasta que llegué a ti. Soy meticulosa, así que lo primero que en ese momento fue teclearlo en google.
— Claro, cómo no se me había ocurrido. La maldita internet ...
— Pues no parece que reniegues de ella en la práctica ...
— No, y no creas que no la valoro, al contrario; a veces, sin embargo ... Da igual, cosas mías — el rostro se le había ensombrecido.
— Parece que te he decepcionado.
— Al contrario, has confirmado mis suposiciones y eso siempre es halagador.
— ¿Y por qué adoptas como nombre profesional el de un delincuente? ¿No te parece una elección poco adecuada? Lo digo porque llamarás la atención.
— Obviamente, si decidí llamarme así no pudo parecerme poco adecuado. — Vaya, el tío se mosqueaba, demasiado susceptible, había que recular.
— No quería molestarte, perdona, es sólo que me pareció extraño que ...
— No pasa nada, no te preocupes. El porqué de Lansky es una historia larga, personal. Quizá en otro momento, en otras circunstancias, te la cuente. Además, el asesino no debe hablar de sí mismo con su cliente, ¿no te parece?

Bien, parecía que ya estábamos en disposición de entrar al grano. ¿Cómo empezar? En el bolso llevaba el expediente que cuidadosamente había preparado durante estos meses; quizá sacarlo y colocarlo sobre la mesa baja que había entre nosotros. Puede que eso fuera demasiado brusco, que le sentara mal; no sabía a qué atenerme con ese hombre, tan enigmático, aún cuando intuía que mucho de ese misterio era impostura, voluntad de mantener su ventaja frente a mí. En fin, que sea él quien marque el ritmo; él es quien tiene la experiencia. Esta es la primera vez que contrato a un sicario. Pero Lansky seguía en silencio, como esperando que moviera ficha en ese crispante ajedrez dialogado.

— El asesino no debe hablar de sí mismo con su cliente — repetí su frase; alguna vez había escuchado que era una buena técnica para ganar tiempo, para mantener viva una conversación. — Supongo que no, pero yo no quiero contratar un asesino, así que no es el caso.
— Ya, lo que pasa es que el único servicio que ofrezco es el asesinato. Soy un asesino.
— Entonces, ¿para qué has aceptado que nos veamos? Yo no quiero contratar un asesinato.
— Ya lo sé. Tampoco yo habría aceptado por la cantidad que ofreces. Mi tarifa mínima, gastos aparte, es más o menos el doble.
— No te entiendo, ¿qué pretendes? ¿Convencerme de que mi hombre ha de ser asesinado? ¿Subirme el precio?
— No entiendes, en efecto. No, no quiero convencerte de nada, ni mucho menos negociar el precio de mis servicios como si estuviéramos en un zoco. Si así fuera, no estaríamos sentados frente a frente. Yo nunca conozco a mis clientes.
— ¿Entonces?

Me estaba desconcertando, cabreando incluso. ¿Se burlaba de mí? La atracción que sentía hacia aquel tipo se iba convirtiendo en aversión rencorosa. Tanto tiempo de esforzado trabajo para llegar a este fondo de saco, toparme con este cretino altanero. Respiré profundamente. Tenía que salir del laberinto; sin duda Lansky me estaba probando, querría asegurarse. ¿Por qué si no las molestias de coger un avión, pasar dos o tres días fuera de su casa? Porque yo se lo estoy pagando todo, estúpida, me contesté; este ha querido aprovecharse de mí para darse un paseíto turístico.

— Por si te tranquiliza, no he venido para vacilarme de ti ni para hacer turismo; ninguna de esas dos cosas forma parte de mis aficiones. — Mierda, para colmo es telépata, o es que mis pensamientos son demasiado transparentes.
— Vamos a ver, Rafael, — era la primera vez que lo llamaba por el nombre de pila, por muy falso que fuera; quería mostrar mi voluntad de acercamiento – te he contado por internet lo que quiero, te he explicado a grandes rasgos cómo ha de hacerse, incluso creía haberte convencido de que mi hombre (era la segunda vez que usaba el posesivo) merece este ... castigo.
— Lo has hecho, es verdad, pero no hacía falta. De hecho, ningún hombre merece lo que tú llamas castigo o, por el contrario, puede que cualquiera; en todo caso, para mí sus posibles culpas son irrelevantes. Soy un asesino a sueldo, mato por un precio, así de simple.
— Estás mintiéndome. Me consta, así me lo han asegurado quienes te conocen bien, colegas profesionales, que sólo aceptas víctimas que te convenzan, si así puede decirse.
— Sí, es verdad. Pero no por cuestiones morales, no en función de que tengan más o menos "merecimientos". Tengo mis propios criterios que, discúlpame, no son de tu incumbencia.
— Vale, no intento sonsacarte. Pero lo cierto es que sabías en qué consistía el encargo y has aceptado venir a cerrar el trato. Comprenderás que espere que, a pesar de dedicarte sólo al asesinato, a pesar de no conocer nunca a tus clientes, este caso pueda ser la excepción que confirma la regla, ya sabes: siempre hay una primera vez. Al fin y al cabo, si eres capaz de asesinar, también has de serlo de dar una buena paliza, un asesinato incompleto, ¿por qué no?
— Me repatean los tópicos y acabas de soltar dos de una tacada. Córtala ya o no llegaremos a ninguna parte. No voy a aceptar tu encargo.
— Entonces, de nuevo, ¿para qué demonios has venido? ¿Por qué me haces perder el tiempo?
— ¿Hacerte perder el tiempo? Confío en que dentro de poco no pienses así. Pero te contestaré a tu primera pregunta: he venido porque tú me has interesado, no como cliente. Y creo que necesitas ayuda y puede que esté dispuesto a dártela.
— Que puedes estar dispuesto a ayudarme, manda narices. Me ayudarías pero no haciendo lo que quiero que hagas.
— Así es, te ayudaría sin hacer lo que ahora quieres que haga; pero sólo si es que terminas de convencerme, si lo que me falta por saber de tu historia cumple mis expectativas Por ejemplo, dime, el hombre al que quieres castigar, la víctima, es tu padre, ¿verdad?

domingo, 21 de febrero de 2016

Ruleta y nacimientos

A Vanbrugh (porque todo este rollo no cabía en un comentario a su último post)

 A principios de los ochenta, un amigo me convenció para ir al casino de Torrelodones, abierto hacía pocos meses, con el cebo de tener un sistema infalible para ganar a la ruleta. Su idea era sencilla: apostar a suertes sencillas (rojo/negro, par/impar, falta/pasa); si se ganaba, estupendo, si no, se doblaba la cantidad sobre la misma apuesta y así sucesivamente. Se suponía que era muy improbable –casi "estadísticamente imposible"– que saliera muchas veces seguida la suerte contraria a la que apostábamos, con lo cual teníamos siempre que acabar ganando. El problema estaba, claro, en que al doblar las apuestas entrábamos en un crecimiento exponencial de las posibles pérdidas que, al final, se compensaba con una ganancia igual al monto de la primera apuesta. Creo recordar que empezábamos con 500 pesetas que era la cantidad mínima admitida (y también el precio de la entrada al casino). Si perdíamos, había que poner 1.000, luego 2.000, luego 4.000, luego 8.000 ... En la tablita que adjunto puede verse la cantidad a colocar sobre el tapete en cada apuesta sucesiva (hasta la décima) y en la tercera columna indico lo que se llevaba apostado; en la cuarta columna pongo la cantidad que pagaba el casino en cada apuesta si se ganaba. Finalmente, en la quinta aparece la ganancia final de una serie de apuestas que acaba bien y que, obviamente, es la diferencia entre lo que paga el casino y lo que se lleva acumulado; como puede comprobarse, independientemente de en que número de apuesta se gane, siempre se ganaba quinientas pesetas, la puja inicial.

Yo había limitado mi inversión total a unas treinta mil pesetas, que venía a ser lo que ganaba al mes. Así pues, tenía capital para hacer un máximo de seis apuestas, como puede verse en la tabla (en realidad, al hacer la sexta puja sumaba 31.500 pesetas que, con las 500 de la entradas, elevaban a 32.000 mi límite exacto de inversión). Imaginemos que decidía apostar al rojo. Siempre que no salieran seis negros seguidos ganaba mi apuesta; ahora bien, como se me cruzara una serie de seis negros, perdía treinta y dos mil calas de entonces, lo cual para mí era poco menos que una catástrofe. Puede imaginarse el estado de nerviosismo de aquel chaval poniendo treinta y dos fichas sobre el rombo rojo y sabiendo que de ganar iba a llevarse sólo quinientas pelas, pero que si perdía ... Era demasiado riesgo, de modo que opté por reforzar las probabilidades a mi favor y no empezaba a apostar hasta que se daba una serie de cuatro rojos o negros seguidos. Cuando eso ocurría, ponía la ficha en el color contrario; por tanto, para arruinarme tenía que salir diez veces seguidas el otro color. ¡Diez veces seguidas! Sumamente improbable. De hecho, como calculé enseguida, la probabilidad era más o menos de una serie de diez cada mil.

Así que, más tranquilo, inicié mi aburrido trabajo de apostante metódico, yendo casi todas las noches al casino como quien va a la oficina. Convertía mi dinero en 63 fichas, elegía una mesa de ruleta y me afincaba allí, libreta en mano, para apuntar la sucesión de rojos y negros. Como era natural, pasaba unas cuantas tiradas sin apostar, ya que tardaba en presentarse una serie de cuatro seguidos; pero no esperaba demasiado. Entonces empezaba a apostar y lo más habitual era que ganara a la primera o segunda puja, con lo cual no llegaba a ponerme demasiado nervioso. Cada noche estaba unas tres horas "trabajando" y me retiraba (me volvía con mi amigo que hacía lo mismo pero en otra mesa). Así durante unas dos semanas, obteniendo unas ganancias modestas pero constantes cada noche, del orden de unas cuatro o cinco mil pesetas. No estaba nada mal; de hecho, la ganancia media correspondería, debidamente actualizada, a unos 105 euros de hoy que, por tres horas de curre (sin contar la hora de desplazamientos) equivale a un sueldo mensual de poco más de dos mil euros (y si le dedicara un horario de "jornada completa", nada menos que unos 5.600 € mensuales). El trabajo era un coñazo, desde luego, pero si se mantenía la racha (y yo estaba bastante convencido de que así había de ser), una fuente magnífica de ingresos, máxime para un chaval de veintipocos años. Después de unos diez días de esta rutina, las ganancias me permitieron elevar mi inversión a una séptima apuesta, de modo que multiplicaba por dos la probabilidad de ganar; ahora, para perder, tenía que salir once veces seguidas el color erróneo, eso ocurría una de cada dos mil series.

Pero ocurrió. Ya no recuerdo después de cuantas series victoriosas jugadas, calculo ahora que habrían sido unas ciento veinte, lo que corresponde a bastantes más si se cuentan las que no jugué porque no se habían dado cuatro colores iguales seguidos. Esa serie nefasta empezó con los cuatro negros seguidos de rigor, y luego con mi primera puja a la que la ruleta contestó con el quinto negro. Seguí sin inmutarme poniendo dos fichas, pero salió el sexto negro. No pasaba nada, al tapete fueron mis cuatro fichas; de nuevo negro, el séptimo seguido. Ya algo nervioso coloqué ocho fichas, con esa apuesta acumulaba 7.500 pesetas invertidas, una cantidad significativa. Salió el octavo negro. Traté de animarme al poner 16 fichas; sólo lo había hechos dos veces antes y en las dos había ganado, pero no fue así en esta ocasión: ya iban nueve negros seguidos. Dudé: retirarse ahora o ser consecuente. Acojonado, conté treinta y dos fichas, nada menos que dieciséis mil pesetas: salió el décimo negro, había sucedido lo que creía casi imposible y esa imposibilidad me estaba costando 31.500 calas. La última decisión, curiosamente, fue la que menos me costó; de perdidos al río, supongo que pensaría. Así que aposté las 32.000 pesetas, el máximo doble que podía permitirme. Mientras la ruleta giraba pensé que era muy improbable una serie de once negros pero, al mismo tiempo, que esa bolita metálica no tenía memoria, que esa tirada era un acto único en sí mismo y que tenía un 50% de probabilidades de perder. Cuando la bola se detuvo en el 13 –negro, impar, falta, cantó el croupier– sentí que me vaciaba por dentro mientras todo a mi alrededor se suspendía. Estuve unos instantes en shock, luego me recuperé, me acerqué al bar y me pedí un gin-tonic. Acababa de perder 63.500 pesetas, más de lo que ganaba en dos meses. Pero afortunadamente, gracias a las ganancias de los días anteriores, la cosa no era tan grave, algo menos de veinte mil de pérdida. Ese fue el precio de mi máster. Busqué a mi amigo, esperé a que acabara de jugar (esa noche también ganó; se estallaría poco más tarde), y nos fuimos. No he vuelto más a un casino.

***

Esta anécdota personal me vale para reflexionar sobre el problema al que ha dedicado Vanbrugh su último post, siempre que asimilemos los nacimientos que se van produciendo en un hospital a sucesivas jugadas a suertes sencillas de la ruleta. Los niños van naciendo de forma continuada de la misma manera que la ruleta está funcionando sin detenerse. Si vamos registrando el sexo de los neonatos compondremos una serie binaria con un número inmensamente grande de elementos (que tiende a infinito), equivalente a la serie de los resultados rojo/negro de muchísimas tiradas de la ruleta. Ciertamente, para toda la serie, el número de varones será igual al número de mujeres, del mismo modo que el número de rojos será igual al de negros (desprecio, a estos efectos, el 0 de la ruleta, donde radica el beneficio asegurado del casino). Pero, si cogemos un intervalo cualquiera de n resultados de esa serie cuasi-infinita, no necesariamente habrá la mitad de niños y la otra de niñas (ni de rojos y negros). Como bien dice Vanbrugh, cuanto mayor sea n (el número de elementos del intervalo o, en su problema, el número de nacimientos diarios en el hospital) más alta será la probabilidad de que los porcentajes se sitúen en torno al 50% o, si se prefiere, más baja la de que haya demasiada divergencia entre machos y hembras. Ahora bien, ¿es imposible que para un valor alto de n se alcance un 60% de varones (o de rojos)?


La probabilidad de que nazca un varón es del 50% (en realidad es ligeramente superior, pero pasemos de matices). En dos nacimientos, hay cuatro resultados posibles (dos niños, niño y niña, niña y niño, y dos niñas) y cada uno tiene la misma probabilidad de ocurrir, un 25%; la probabilidad de que en esta serie tan corta el número de varones sea superior al 60% es, por tanto, del 25% (cuando nacen dos niños), valor bastante alto. En el caso de quince nacimientos (el hospital pequeño del problema de Vanbrugh), el número posible de series distintas de resultados es de 2 elevado a 15, lo que da la bonita cantidad de 32.768. Cada una de estas combinaciones tiene exactamente la misma probabilidad de darse (un 0,003%); por lo tanto, si contamos en cuántas de esas combinaciones hay 9 o más varones (60% o más) y dividimos ese resultado entre 32.768, obtendremos la probabilidad buscada. Pues bien, como al igual que Vanbrugh, también yo me divierto con la Excel pasé a generar todas las posibles series mediante un sencillo algoritmo, de modo que construí una tabla de 32.768 filas; cada fila con una sucesión de ceros y unos en 15 columnas. Añadí una décimo sexta columna en la que simplemente recogía la suma de lass quince cifras de la fila correspondiente. Manteniendo la convención de Vanbrugh de que el 1 representara el nacimiento de varón y el 0 el de hembra, la suma era el total de varones. Luego no tuve más que contar en cuantas filas la suma era de 9 o más, obteniendo el resultado de 9.949 combinaciones, que corresponde al 30,36% del total. Generando 365 series aleatorias de quince elementos (para simular una muestra de un año), Vanbrugh obtiene un porcentaje en torno al 30%; es decir, una muestra de las casi infinitas que pueden resultar da un resultado muy cercano al teórico. Por cierto, si dibujamos un gráfico que, para los quince nacimientos diarios, represente el número de veces que nace cada número posible de varones, el resultado es el que se recoge a continuación (seguro que Vanbrugh reconoce la campana de Gauss).


En el caso de un hospital con cuarenta y cinco nacimientos, el número posible de series distintas de resultados es de 2 elevado a 45, lo que ya da una cantidad de filas excesiva para Excel, algo más de treinta y cinco mil billones. El reto pues, es determinar analíticamente la probabilidad teórica de cualquier frecuencia de nacimiento de varones. Nótese que de lo que se trata es de rellenar una tabla similar a la de la imagen anterior, sea en número absolutos o en porcentaje. De las más de treinta y cinco mil billones de combinaciones distintas de nacimientos según sexo, ¿cuántas tienen 45 varones, cuántas 44, cuántas, 43 y así sucesivamente? Ese listado de pares (el número de varones nacidos y el porcentaje sobre el total de las combinaciones con este número) es una distribución aleatoria de probabilidad y su representación gráfica da la famosa campana de Gauss. Lamentablemente, mis conocimientos de estadística son muy escasos y no me bastan para calcular la probabilidad que corresponde a cada número de varones (o la suma de las series con más de 27 varones, en este ejemplo). Pero estoy casi convencido de que se puede determinar. De momento, pues, presumo que esa probabilidad está entre el 11 y el 12%, que es el resultado que le sale a Vanbrugh generando aleatoriamente 365 series (apenas un 0,000000001% de todas las posibles). Sin duda, esa probabilidad será menor que en el hospital con 15 nacimientos, pero nótese que sigue siendo significativa.


Y acabo con la conclusión que me ha motivado escribir este post. A medida que el hospital tenga más nacimientos diarios, la probabilidad de días con mucho desequilibrio disminuirá, ciertamente. Pero en ningún caso desaparecerá. La probabilidad, no ya de que nazca el 60% o más de varones, sino de que todos sean varones siempre existe, por muy alto que sea el número de nacimientos diarios (es siempre una combinación entre todas las posibles). Por tanto, si hay una probabilidad mínima de que todos nazcan varones, hay muchísimas más de que nazcan al menos el 60% de varones. Que en ninguna de las 365 muestras aleatorias de 2.500 nacimientos cada una que ha generado Vanbrugh haya más del 60% de varones no demuestra nada, porque esas 365 muestras son un porcentaje infinitesimal de las combinaciones posibles para 2.500 (2 elevado a 2.500). Es más, por muchas simulaciones que haga Vanbrugh para casos de muchos nacimientos diarios, me temo que casi siempre le saldrán sin días con más del 60% de nacimientos. La razón tiene que ver con una de las propiedades más útiles de las distribuciones normales de frecuencia (las campanas de Gauss, sí), que es que la densidad de casos en torno a la media aumenta inversamente a la desviación estándar de la muestra. Como cuanto mayor sea el número de nacimientos, menor será la desviación estándar de cualquier muestra aleatoria, resultará que, por ejemplo, el intervalo en el que se encuentren el 99,74% de las frecuencias será tanto más cercano al 50% cuanto mayor sea la muestra. Pero aunque en un hospital inmenso la probabilidad de que en un día más del 60% de los nacidos sean varones es mínima, existe. Es más, hay muchísimas combinaciones que cumplen esa condición, cada una de ellas con tantas probabilidades de ocurrir como cualquier otra individual que no cumpla la condición. Improbable, sí, pero si mantenemos un registro durante suficiente tiempo ocurrirá (como experimenté yo con la ruleta).


Addenda: En su comentario a este post, Ozanu ha dado una buena pista, aunque ha escrito erróneamente la fórmula.

En estadística, la distribución binomial es una distribución de probabilidad discreta que cuenta el número de éxitos en una secuencia de n ensayos de resultados dicotómicos independientes entre sí, con una probabilidad fija p de ocurrencia del éxito entre los ensayos. A uno de estos resultados se denomina éxito y tiene una probabilidad de ocurrencia p y al otro, fracaso, con una probabilidad q = 1 - p. En la distribución binomial el anterior experimento se repite n veces, de forma independiente, y se trata de calcular la probabilidad de un determinado número de éxitos.

Los nacimientos sucesivos en un hospital en el periodo de tiempo que se quiera pueden entenderse, en efecto, como una secuencia de ensayos de resultados dicotómicos (o nace niño o nace niña). Si consideramos que el éxito es el nacimiento de un niño (daría igual al revés, claro), lo que se trata es de calcular la probabilidad de un determinado número de éxitos.

La fórmula para determinar la probabilidad de obtener un determinado número m de éxitos en una serie de n ensayos (nacimientos) es: (n!/m!(n–m)!)·pm·(1–p) n–m. El porqué de la expresión está suficientemente bien explicado en el artículo de la wikipedia al que lleva el link aportado por Ozanu.

Aplicando esta fórmula para cualquier tamaño de hospital (medido en número de nacimientos diarios, m), y teniendo en cuenta que el valor de la probabilidad p siempre es 0,5, podemos calcular la probabilidad de que nazcan todos los posibles números de varones, desde 0 hasta m. He pasado esta fórmula a Excel y, como primera medida, he comprobado las probabilidades para m=15; es decir, la tabla que aparece entre los penúltimo y antepenúltimo párrafos del post. Los resultados son exactamente los mismos.

Me habría gustado aplicar la fórmula para un hospital de m = 300 nacimientos diarios (el más grande que se plantea Vanbrugh) pero mi Excel no es capaz de calcular factoriales mayores de 170. A continuación la tabla de las probabilidades de cada uno de los números de nacimientos varones, desde 0 hasta 170:



Como ya dije en el post, la distribución de las frecuencias de los nacimientos se distribuye como una campana de Gauss, bastante más estrecha que en el ejemplo de sólo 15 nacimientos diarios. La probabilidad de que en un día nazcan 102 o más varones (el 60%) es la suma de las probabilidades de los números concretos que, como se recoge en el cuadro final es del 0,5578%, mucho menor que la que salía para un hospital de 15 nacimientos diarios (más del 30%). Por cierto, a través de la distribución binomial se resuelve "matemáticamente" el problema inicial planteado por Vanbrugh.

Vanbrugh, entusiasmado con sus simulaciones, ha seguido un método distinto que le genera unas anomalías cuya explicación espero ansioso. En todo caso, si simulara muuuuchísimos días de nacimientos al azar (mucho antes se lesionaría el dedo o la muñeca) necesariamente las probabilidades de cada número de varones resultaría exactamente el valor de aplicar la fórmula anterior. Y, a medida que aumente n (el número de nacimientos diarios) la probabilidad del porcentaje de varones mayor del 60% tiene que ir disminuyendo. Intuyo que esta probabilidad tiende a cero cuando el número de nacimientos tiende a infinito (en realidad no habría más que calcular el límite de la función de distribución binomial).

Addenda 2: Esta mañana he construido una tabla que calcula la probabilidad de que un hospital con N nacimientos diarios nazcan más de un 60% de varones. Exactamente lo mismo que había hecho Vanbrugh, pero no mediante simulaciones aleatorias al 50%, sino aplicando la fórmula de la distribución binomial. Es decir, las probabilidades que doy para cada tamaño de hospital son a las que llegaría Vanbrugh tras muchas simulaciones. El límite de nacimientos del hospital es de 170, porque a partir de ahí mi Excel no es capaz de calcular el factorial de N.

No voy a poner la tabla, porque es un coñazo pero lo que es importante es que se me confirman los resultados de Vanbrugh. En efecto, como todos intuíamos, a medida que el hospital tiene más nacimientos diarios, baja la probabilidad de alcanzar porcentajes de más del 60% de varones. Sin embargo, este descenso no es lineal sino en forma de diente de sierra. Por ejemplo, la probabilidad de que nazcan más del 60% de varones en un hospital de 30 nacimientos es del 10%, pero en uno de 31 sube al 14,10%, baja en el de 32 al 10,8% (por encima del de 30), vuelve a subir en el de 33 al 14,8% ... Pongo aquí el gráfico para hospitales de 4 a 60 nacimientos para que se aprecie el diente de sierra y cómo la tendencia a medida que aumenta N es la disminución de la probabilidad. En el gráfico del post de Vanbrugh, que llega hasta 300 nacimientos, se aprecia mejor cómo, a medida que N se va haciendo suficientemente grande, el efecto diente de sierra se va atenuando.

Por supuesto no estoy aportando nada nuevo a lo que ya ha escrito Vanbrugh; simplemente, necesitaba verificarlo por mí mismo. Y ahora me encuentro verdaderamente intrigado. ¿A qué se debe tan poco intuitivo comportamiento de la evolución de la probabilidad? Repito: espero ansioso (ahora más) que Vanbrugh nos aclare el misterio. 

viernes, 19 de febrero de 2016

La sala VIP

Si iba a morir, pensó, lo haría a lo grande, qué carajo. Nada más formular esa frase en la mente le vino –era obligado– la inicial del último disco de Procol Harum: "if I'm gonna die, wanna die in the VIP room". Procol Harum, cómo le gustaban esos británicos, ya casi setentones, pero es que él también estaba muy cerca de esa edad. Y, sin embargo, se acuerda perfectamente de su primera escapada a Londres, era el verano del sesenta y siete, había acabado el primer curso de universidad, dieciocho añitos. Hacía un par de meses que habían sacado su primer single; nada menos que la majestuosa A Whiter Shade of Pale, rock que bebía directamente de Bach, parece que por culpa de Reid, el organista salvaje. Hay quien dice que este tema marca la consagración del rock progresivo; verdad es que a esa fecha ya existían los Pink Floyd, Moody Blues y alguna otra banda pero todavía no habían logrado ningún campanazo. A él, la "blanca palidez" lo noqueó desde la primera vez y hasta hoy ...

 
The VIP room - Procol Harum (The Well's on Fire, 2003)

Vaya mierda de mundo en el que me ha tocado vivir. Toda la puta vida currando y ahora, a nada de jubilarme, cuando me las prometía felices, esto. Ni siquiera se me concede este modesto obsequio, sólo pretendía tener unos años descansados, llenar mis días con lectura y música, algunas vistas, espaciadas, a los dos o tres que considero amigos, pasear por las calles del pueblo de mis padres ... Pues no, tampoco colega, te hemos jodido cincuenta años y ahora te jodemos definitivamente, adiós pringao. Me habéis jodido, sí, vosotros, los que sois dueños de este mundo, los que os aprovecháis de él, lo modeláis a vuestro antojo y beneficio. El mundo es rico pero no es mío –también es una frase de Procol Harum, pareciera el oráculo para mis decisiones postreras–; es de unos pocos que se lo roban a muchos, a la inmensa mayoría.

 
The world is rich - Procol Harum (The Well's on Fire, 2003)

¿Qué locura feroz se apoderó de ti, Hernán? Tú, siempre tan equilibrado, tan sereno, ¿cómo se te ocurrió esa barbaridad? Me enteré por las noticias (un desconocido armado se ha encerrado en la sala VIP del aeropuerto y amenaza con matar a todos los ejecutivos) y corrí al Prat, con la esperanza de convencerte para que acabaras ese desatino suicida. Ya te habían abatido cuando llegué, pero ahí estabas, despatarrado sobre la moqueta de lana, con un esbozo de sonrisa. Luego me explicaron que le habías robado la tarjeta vip y la de embarque a un ejecutivo, cargo importante de una multinacional que iba a tomar el puente aéreo; el tipo, en calzoncillos e inconsciente, apareció en un retrete. En otro, pero ya de la zona restringida tras los controles de seguridad, descubrieron también grogui al policía nacional al que le robaste la pistola. Y en la sala VIP te dedicaste a romper los muebles, estallar todas las botellas, desparramar los canapés por el suelo. Los cinco o seis pasajeros que allí estaban han testificado el miedo que pasaron durante esa hora larga, que amenazabas con matarlos a todos, que maldecías al mundo, que estabas loco, sin duda. Por fortuna, no te cargaste a nadie; sólo dos heridos, uno de tus compañeros de sala y el policía que te mató.

 
A whiter shade of pale - Procol Harum (Procol Harum, 1967)

martes, 16 de febrero de 2016

Confesión (2)

El chico me miró un rato, como sorprendido de que le hiciera esa pregunta. ¿Que si he enviado la grabación a la policía? Pues no, creo que no. Tú llevas viniendo sólo esta semana, ¿verdad? Sí, desde el lunes, contesté afirmando enfáticamente con la cabeza, puede que demasiado enfáticamente. No, no, entonces no –de pronto el chaval parecía aliviado, como si se sintiera a salvo–; las grabaciones se envían los domingos, justo después de cerrar. Se ocupa el jefe, ¿sabes? Pero, si quieres, podría borrar tus url. Ahora sonreía, una sonrisa seductora, había que reconocérselo; creía haber conseguido una carta ganadora. Sí, sí quiero, le respondí y, al mismo tiempo, incliné mi cuerpo hacia el suyo y apoyé la mano sobre su rodilla. Es que ... Me detuve como si me resultara penoso seguir hablando, a Miguel se le veía nervioso pero también excitado, de momento tocaba soltarle cuerda: me acerqué aún más. Es que estoy casada, ¿sabes? Y mi marido, pues es policía; comprenderás que no me haría ninguna gracia que se enterara de que ligo por internet. Claro, lo entiendo, por supuesto; y va el valiente y pone su mano sobre la mía. Pero, como te dije, no necesitas ligar por internet. Hasta aquí, pensé, ahora a volver a coger el mando, no se me entusiasme mucho el crío este. Así que, de golpe, eché para atrás mi silla y sujeté sus dos hombros, apretándolos. Atiende, chaval, no te equivoques. Quiero que borres mis grabaciones pero no quiero enrollarme contigo. Te propongo un trato: yo sigo viniendo aquí y cada día, cuando acabe mi sesión, borramos juntos mi historial de navegación. Si estás de acuerdo seremos amigos y nos llevaremos bien, pero nada más. Si no te gusta, me lo dices y no volverás a verme el pelo. Ya veré yo si te denuncio o no. Tú decides.

No tardó nada. Sí, claro que estoy de acuerdo: amigos. Y me tendió la mano con una amplia sonrisa, que traslucía satisfacción relajada, liberación de tensiones. Mira, me dijo, vas a comprobar cómo borramos tu historial. Abrió una ventana en la que se veían doce iconos que asemejaban ordenadores, uno por cada puesto de que disponía el local, e hizo doble clic sobre el identificado con el número seis. Nueva ventana, esta vez con un calendario del mes en curso. Ahora hay que ir abriendo cada uno de los días en que has venido, tú dirás. Lunes, miércoles y hoy viernes, contesté sin titubeos. Clicó sobre el lunes de la semana en curso y apareció un listado, a primera vista ininteligible, de filas de letras y números organizadas en columnas. Fíjate en las líneas en rojo, corresponden a los inicios de sesión de un cliente; tú el lunes llegaste a primera hora de la tarde, creo; éste tiene que ser tu historial. Y me seleccionó un buen paquete de filas consecutivas que iban desde las 16:20 hasta las 18:57, fiel registro de todas las webs a las que había accedido en esa primera visita al local. Ahora, tú misma. Y cogió mi mano derecha para apoyarla sobre el ratón y llevarla hasta el icono de una papelera que aparecía en la esquina inferior derecha de la pantalla: ¿lista? Sí, contesté, y pulsé el botón del ratón y luego el OK en una ventanita que me peguntaba si estaba segura de querer borrar esos registros. Ya está, me dijo, hemos suprimido todo rastro de tu navegación del lunes; venga, a ver cómo borras tú sola la de hoy y la del miércoles. Para entonces ya me había soltado la mano. Le sonreí. Eres un encanto, Miguel, creo que nos vamos a llevar muy bien. E inmediatamente procedí a suprimir los historiales de los otros dos días.

Esa tarde salí encantada del cyber: por una vez, las alborotadas hormonas de un espécimen macho me habían resultado provechosas. Si a Miguel no le hubiese atraído, si no se hubiese puesto en evidencia de forma tan imprudente y poco profesional, no me habría enterado de que mi historial se entregaba semanalmente a la policía, con el riesgo que suponía. A partir de la siguiente semana ya sólo fui al local de mi nuevo amigo, naturalmente. Cada día, cuando acababa de navegar, Miguel, en una muestra exagerada de querer ganarse mi confianza, me dejaba a solas en la oficina para que borrara el registro de las páginas visitadas. A los pocos días caí en la cuenta de que si eliminaba las url de la web de contactos en la que me había inscrito, mi coartada se venía abajo. Esperaba no necesitarla, cierto, pero si en algún momento se me pedían explicaciones de tantas tardes en un cyber, sería descaradamente incriminatorio que en los registros de esas jornadas no aparecieran mis visitas a dicha web. Suponía que esas grabaciones tampoco se guardarían mucho tiempo; es más, me imaginaba que una vez verificadas (y descartadas las eventuales alarmas) serían inmediatamente borradas, por lo que lo más probable es que, si en un futuro necesitaba esgrimir mi coartada, no existiera ese problema. Pero no podía correr riesgos, así que pasé a suprimir sólo las url de mis gestiones criminales, manteniendo en cambio las direcciones de mis falsos escarceos amorosos. Ahora el riesgo era que Miguel comprobara mis registros y le extrañara que no hubiese borrado esas páginas. Pero para entonces la entrega del chico me había convencido de que no tenía ninguna intención de volver a infringir el código profesional; por ese lado, pensé, estaba cubierta.

Dije antes que durante las largas seis semanas previas a mi primer encuentro cara a cara con Lansky fui obsesivamente minuciosa, y en esta confesión he de dejar constancia, siquiera somera, de las acciones que lo atestiguan. Aunque no fueran más que episodios tangenciales a la trama objeto de esta crónica, he de señalar, a título de inventario, que asistí a varias citas concertadas a través de la web de parejas. Venía a ser consecuencia obligada de mi coartada; habría resultado raro que una chica guapa se pasara tanto tiempo buscando ligue y no hubiese salido con nadie. Fueron 15 citas y siete tipos distintos; ciertamente unos promedios aceptables, pero los promedios, ya se sabe, no son buenos indicadores de la realidad. Lo cierto es que cinco de los siete candidatos no pasaron de un primer y breve encuentro en la misma cafetería, muy convenientemente cercana al cyber, y todos en las primeras dos semanas. Los otros dos, en cambio, tuvieron algo más de miga, bastante más, para ser honesta. Tanta que, cuando estaba a punto de encontrarme con Lansky, todavía seguía viéndolos, dejándome llevar por un cierto "diletantismo hedonista" que me absolvía de tomármelos en serio, negándome a atender la lucecita roja del cerebro; ya habría tiempo. Si no narro nada de esos encuentros no es porque sea especialmente pudorosa sino, simplemente, porque lo que durante ellos ocurrió no guarda conexión con la trama del relato. Pero no descarte quien estas páginas esté leyendo que alguno de estos amigovios (me divierte la palabra, me he propuesto usarla) vaya más adelante a verse involucrado en la trama. Por mucho que una intente controlar los acontecimientos de su vida –y, sobre todo, mantenerlos separados y ordenados–, ésta se empeña en llevarte la contraria y obligarte, en consecuencia, a afear la nítida sencillez de tu plan original.

El otro asunto del capítulo antecedentes del que debería dar noticia podría titularse definición del objetivo. El objetivo, por supuesto, era la futura víctima, de la cual ya hablaré más adelante, así genero un tenue velo de misterio como, si en vez de un testimonio, estuviera escribiendo una novela policiaca. Pero diré desde ahora que mi objetivo era un varón, de cincuenta y muchos, cargo público de relevancia en el gobierno autonómico y de más que discutible catadura moral. Lo que yo llamé definirlo venía a ser, básicamente, acumular la mayor información posible sobre el individuo. Esta información, a su vez, la dividí en dos grandes grupos: la que tenía por objeto conocer la personalidad, vida y obra de mi futura víctima, como si mi intención fuese escribir su biografía; y otra, mucho más práctica, sobre sus rutinas cotidianas. He de aclarar que las labores de definición del objetivo las inicié con bastante anterioridad a mis ya descritas actividades internáuticas, más o menos unos tres meses antes del día L, el de mi primer encuentro con Lansky en el edificio Gante. Así que para esa fecha contaba con un exhaustivo dossier de los movimientos casi diarios del objetivo, y había sido capaz de establecer un patrón de rutinas. Quizá piense algún lector que el seguimiento metódico de un cargo público sea una tarea poco accesible para una ciudadana común que, además, tiene sus propias obligaciones laborales. Contesto, en primer lugar, que estos señores (y señoras, para ser políticamente correcta) no guardan, al menos en esta región, ninguna precaución de seguridad por lo que es relativamente fácil, si se cuenta con paciencia e ingenio suficientes, tenerlos controlados durante gran parte de sus jornadas. Eso sí, tomé las precauciones elementales, recurriendo a diversos trucos y disfraces que no viene al caso detallar. En cuanto al trabajo, empecé mis investigaciones aprovechando el mes de vacaciones que alargué dos semanas sumando horas acumuladas del horario flexible y días de asuntos propios. Pasado ese plazo, los patrones básicos de sus rutinas estaban ya bastante claros, pero aún así mantuve el seguimiento aunque con menor intensidad. Por último, reconoceré que contaba con un cómplice que, sin embargo, no sabía que lo era. Pero de esa persona hablaré también más adelante.

En resumen, que había hecho mis tareas y elaborado un dossier más que razonablemente completo sobre mi objetivo. Teniendo en cuenta la información sobre el carácter de mi víctima así como el preciso conocimiento de sus rutinas e incluso de su agenda de actos no ordinarios para las dos siguientes semanas, perfilé el escenario del crimen. Con el término escenario me estoy refiriendo a la anticipación precisa del dónde, cuándo y cómo habría de realizarse el crimen. Desde el principio, había decidido que el sicario al que contratara no sería más que el ejecutor, que tendría que atenerse estrictamente al escenario por mí diseñado. Ahora, a punto de conocer en persona a mi "proveedor", basándome en los breves correos que habíamos intercambiado, sospechaba que Lansky no iba a aceptar dócilmente mis instrucciones.

domingo, 14 de febrero de 2016

Confesión (1)

Había quedado con Lansky a las cuatro y media. Un nombre falso, claro, como Amaranta, el que yo había elegido para este negocio. El Gante quedaba cerca, no más de un cuarto de hora caminando. Un edificio de apartamentos en alquiler para estancias de corta duración, perfecto para quienes gustan del anonimato. En la planta baja, uno de los estudios lo dedicaban a la administración, abierta durante el horario comercial. Cuando llegabas por primera vez, tocabas en el interfono exterior el timbre de la oficina, pasabas a ésta, firmabas la ficha de alquiler y, si no lo habías hecho al reservar, pagabas en efectivo. Te daban la llave del apartamento asignado y, a partir de entonces, no hacía falta relacionarse con nadie. El edificio no tenía recepción ni portero, y lo habitual es que el pequeño vestíbulo de los ascensores estuviese desierto. Se entraba y salía, por tanto, sin testigos, salvo las pocas probables coincidencias con algún otro alquilado o visitante. Entre éstos, por cierto, eran mayoría los clientes de las numerosas prostitutas de paso en la ciudad que elegían el Gante como domicilio y centro de trabajo. Había sido yo la que había hecho y pagado la reserva a nombre de mi todavía desconocido socio, Rafael Lansky Meyer, tal como me lo había escrito en un reciente correo electrónico, asegurándome que contaba con el correspondiente documento acreditativo de esa identidad. Que para su oficio hubiese elegido el nombre de un mafioso judío del siglo pasado no me parecía una idea brillante, pero allá cada uno con sus manías; a mí no tenía por qué afectarme.

A Lansky lo había contactado por Internet. Llegar hasta él resultó largo y complicado, con varias vías muertas y momentos en los que sentí que podía estar cayendo en alguna trampa. Sería largo describir el proceso y tampoco es algo sobre lo que convenga informar abiertamente. Baste decir que fueron seis semanas de lentas pero progresivas aproximaciones, naturalmente siempre desde ordenadores de locales públicos y chats, cuentas de correo e identificaciones creadas expresamente, que habrían de ser borradas en cuanto acabara nuestro negocio común. Por fin llegó el momento en que ambos alcanzamos el suficiente grado de confianza mutua para poder asociarnos con un objetivo criminal. Durante ese mes y medio fui obsesivamente minuciosa. Enseguida comprendí que iba a tener que conectarme casi a diario durante un tiempo largo. En esta capital de provincias no hay tantos cybers como para no repetirlos, así que sería inevitable acabar haciendome familiar a los encargados de los locales que frecuentara. Podría llamarles la atención que una mujer como yo fuera tan asidua cliente e incluso, pensé, podrían querer saber qué webs visitaba. Como comprobaría más tarde, en cuanto empiezas a navegar por aguas procelosas los sistemas de seguridad garantizan que las direcciones url y demás zarandajas internáuticas no sean incriminatorias. Pero eso no lo sabía a ciencia cierta al principio y además, aunque tenía claro que era fundamental evitar cualquier posibilidad de relacionar al sicario conmigo, ello no me eximía –más bien, por el contrario, me lo exigía– de justificar convincentemente mi comportamiento. Dicho de otra forma, tenía que tener coartadas, aunque en el desarrollo de mi plan no fueran necesarias.

Quizá, antes de continuar con este testimonio inculpatorio que no ha de ver nadie hasta que mis crímenes hayan prescrito (veinte años, creo que es el plazo), sea conveniente decir algo sobre mí, lo mínimo para que el futuro lector cuente con datos suficientes para la mejor comprensión de la historia. Empecemos pues por lo más fácil: soy (habría de decir era) una mujer de treinta y cuatro años, alta, morena y guapa, bastante guapa. No se piense que estoy orgullosa de serlo; ser físicamente agraciada no es ningún mérito y que sea una ventaja o un inconveniente supongo que depende de los avatares de la vida de cada una. En mi caso habría preferido no ser tan atractiva, desde luego. O, al menos, no haber atraído al marido de mi madre y haber sido la causa involuntaria de una cadena de desagradables acontecimientos que culminaron en la ruptura conyugal. Y no sólo eso; también supuso que me diera cuenta de que llevaba casi cinco años de relación con un capullo machista. Estoy hablando de sucesos que se precipitaron hace poco más de un año y significaron un abrupto corte en la plácida línea que seguía mi vida. En cuanto acabó la tormenta, entendí (todos lo entendimos) que lo mejor era que me mudara de casa de mi madre a un pequeño apartamento, sola y agobiada de remordimientos por culpas que no eran mías. Fue el Gante, en efecto, donde encontré residencia durante las primeras semanas, hasta que conseguí un alquiler más barato y céntrico. En ese tiempo mi actividad, aparte de encerrarme en casa y ver la tele, se limitó a la rutina laboral. Soy enfermera y trabajo en un gran hospital público; doy el dato porque importa en esta narración. Pasado un tiempo, cuando las dos nos fuimos recomponiendo, mi madre y yo volvimos a vernos, a hablar, a querernos. Lo que pensé que era una fractura, se convirtió en un refuerzo de nuestra relación, como si ésta pasara ahora a otro nivel de intimidad, de amor. En estos últimos meses hemos hablado mucho; mi madre me ha contado muchas cosas de ella y de mí que yo ignoraba. Escucharla, sentir las emociones que sus palabras me despertaban, meditar en mi dormitorio largas horas … Son estos los antecedentes que me llevaron a concebir el plan que ejecuté.

Así que –volviendo al relato– la coartada que me inventé fue apuntarme a una web de búsqueda de pareja, e ir asiduamente a sólo dos cybers a consultar mi buzón los requerimientos de posibles pretendientes, mientras más discretamente avanzaba en el tortuoso proceso de contactar con un sicario de confianza. Que mis precauciones estaban fundadas quedó confirmado en la primera semana por el encargado de uno de los locales, un chaval diez años menor que yo que, echándole audacia e imprudencia, me abordó para proponerme que en vez de perder el tiempo en la red saliera a cenar con él esa misma noche. El pobre tonto me lo puso muy fácil: fingí un ataque de furia, amenazando con denunciarlo por violar la confidencialidad que la empresa debía garantizarme. Por lo que has hecho, si no acabas en la cárcel, ten por seguro que pierdes el trabajo, le grité mientras veía divertida como el gallito se iba encogiendo. Por favor, suplicó con un hilo de voz, perdóname, perdóname. Me callé y lo miré en silencio; no pretendía, claro está, fastidiar al pobre chico. En esos breves segundos de silencio lo que pensaba era cómo sacar beneficios de mi ventaja. Pasemos a la oficina, le dije, quizá seas capaz de convencerme para que no te joda la vida.

Decir la oficina resultó presuntuoso a la vista de aquel cuartucho anexo, de no más de seis metros cuadrados y sin ventanas. El mobiliario consistía en varias carcasas de ordenadores o discos duros en una estantería metálica adosada a la pared, una balda que hacía las veces de mesa de trabajo y sobre la que descansaban un monitor y un teclado y un montón de cajas de cartón de embalar apiladas en la otra parte. Nos sentamos junto al monitor, en las dos únicas sillas que había. Miguel –así se llamaba el chaval– trató de justificar con excusas de mala novela romántica el porqué había fisgado en mi navegación. Hice como que lo entendía, pero sin aflojar mi indignación impostada, y le pedí que me explicara cómo lo había hecho. Me explicó que las url por las que pasaban todos los clientes quedaban grabadas en un fichero del servidor. En teoría, los encargados del local no debían ni verlas, pero podían y él lo había hecho. Pero, pregunté, ¿para qué se graban? Porque cada semana han de enviarse a la policía, me contestó. Sentí un pavor helado, pero me sobrepuse. Es por la paranoia del terrorismo islámico –siguió Miguel–, se supone que quieren controlar a quienes visitan webs de esas de propaganda de los del DAES, pero para mí que no les da tiempo a chequearlas. Yo pensaba a toda velocidad: las páginas que había visitado en esos pocos días no eran suficientemente gruesas para meterme en problemas pero quizá si lo bastante para llamar la atención, sobre todo en un usuario que navegaba alternativamente entre ellas y una web de relaciones amorosas. Supuse que la policía simplemente rastrearía de forma automática las url facilitadas por los cybers para ver si aparecían direcciones previamente fichadas como peligrosas. Naturalmente, no sólo serían de terrorismo islámico; la misma rutina se seguiría en la lucha contra la pornografía infantil y pedofilia, por ejemplo. Pero también para prevenir una amplia variedad de delitos que pudieran gestarse en Internet, entre ellas las contrataciones de sicarios, desde luego. Dime, Miguel, la grabación de las webs que he visitado en estos días, ¿la has enviado ya a la policía?

jueves, 11 de febrero de 2016

Darwin en Iquique

El 12 de Julio de 1835, Charles Darwin, entonces de veintiséis años, desembarcó del Beagle en el puerto de Iquique. Según nos cuenta el naturalista, "la ciudad tiene unos mil habitantes y se levanta sobre una pequeña llanura arenosa, al pie de una gran muralla de roca, de 2.000 pies de altura, que forma aquí la costa". Después de escribir el post anterior me vino a la mente, como un fogonazo, que Darwin había recalado en la capital tarapaqueña. Naturalmente, ya no me acordaba de nada de lo que contaba de esta ciudad así que ayer, al llegar a casa, corrí a buscar en mi biblioteca el ejemplar que sabía que tenía y que no se ha dignado aparecer hasta esta tarde (edición de El Aleph de 2000). Pues bien, ya en fechas tan tempranas como aquéllas se estaba extrayendo y exportando salitre, y esta actividad debió de interesar tanto al joven naturalista que a la mañana siguiente de su llegada alquiló dos mulas y un guía para que lo llevaran a las explotaciones de nitrato de sosa. El viaje, de catorce leguas (unos setenta kilómetros) hacia el interior, le llevó toda la jornada: "No llegamos a los salitrales hasta después de puesto el Sol, habiendo cabalgado todo el día por un país ondulado que era un completo y desnudo desierto". Esa noche se aloja en casa del dueño de uno de los salitrales y probablemente al días siguiente o al otro regresa a Iquique, porque el 19 de julio (una semana después de haber anclado en Iquique) el Beagle arriba a El Callao.

La verdad es que el inglés da pocas noticias tanto de Iquique como de los salitrales que visita, sobre todo si comparamos este breve pasaje del libro con otros en los que se explaya mucho más. Me quedo con la impresión de que esta etapa no fue muy de su agrado, y es comprensible pues la ciudad no valía gran cosa, ni tampoco el interior le produjo apenas interés. Pero de tan escueto que es, ni siquiera nos identifica el salitral en el que estuvo ni el nombre de su dueño; tan sólo tenemos las pistas de que estaba en una llanura a unos 990 metros sobre el Pacífico y que en el camino pasó por los antiguos poblados mineros de Guantajaya y Santa Rosa, en aquella fecha "... dos aldehuelas situadas en las bocas mismas de las minas y, por tener las casas dispersas en las abruptas y áridas alturas, presentaban un aspecto más destartalado y triste que la ciudad de Iquique". Que ya es decir, añado yo.

Pero aunque Darwin no lo dijera, gracias a internet me entero de que la salitrera era la de La Noria, uno de los primeros cantones productivos que ya para la década de los noventa del XIX estaba agotada. En 1930 las salitreras estaban en su infancia, en lo que se ha dado en llamar el primer ciclo del salitre. En Tarapacá –no olvidemos que aún bajo soberanía del Perú, a su vez en los inicios de su andadura republicana– no habría más de ocho salitreras. La exportación apenas llevaba cinco años (el propio Darwin señala acertadamente que había empezado en 1830) y el negocio estaba aún muy lejos de la intensidad que habría de adquirir, sobre todo a partir de que el territorio pasara a Chile. En el diario de su viaje, el inglés nada cuenta sobre cómo era el asentamiento, pero se sabe que por entonces no pasaría de un pequeño y rudimentario campamento, con casas –más que casas, habitaciones– de muy pobre factura, construidas de costra (como se conocía a la segunda capa del manto del caliche), cañas, cuero y adobe, y equipadas con muy pocos muebles y cocinas a carbón. Hoy de La Noria no quedan más que vestigios ruinosos, como prueba la fotografía adjunta de Yery Villega (obtenida en Panoramio), lo que es una pena en cuanto grave pérdida de elementos de la memoria colectiva de un pueblo, de un patrimonio histórico de altísimo valor (una de las más famosas oficinas salitreras, la Humberstone, ha sido declarada patrimonio de la Humanidad).

Hago un paréntesis para referir que en 2010 una empresa privada puso en marcha un tren turístico con vagones antiguos que, desde Iquique, recorría una de las rutas de las antiguas oficinas salitreras hasta llegar a la localidad de Pintados, famosa por unos geoglifos prehispánicos. Obviamente, se aprovecha la vía estrecha construida (con capital inglés) para llevar el salitre hasta el Puerto de Iquique. Por lo que cuentan en la red los que han vivido la experiencia, parece que merece la pena, aunque el precio resultaba salado (unos 150 €). Es bastante probable que haya mucho de frivolización de la historia, un poco como –salvando las distancias– las visitas guiadas a los campos de concentración nazis. Pero es el sino del turismo, aunque a su favor pueda apuntarse que puede contribuir a mantener o rescatar elementos del patrimonio cultural. No ha sido el caso porque la gran mayoría de oficinas salitreras no son hoy más que ruinas, pero siempre podrían los viajeros hacer esfuerzos de imaginación y, al fin y al cabo, el desierto ahí sigue. Anoto en mi libreta virtual para un futuro viaje a Atacama la posibilidad de montar en este tren vintage (aún no instalado cuando la visita de Darwin) pero me temo que el negocio haya quebrado: la página web de la empresa ya no funciona (habré de confirmarlo con algún amigo chileno).


Pero volvamos a esos días del invierno (austral) de 1835. El dueño de La Noria que alojó esa noche del 13 al 14 de julio al gran naturalista se llamaba George (Jorge para los del lugar) Smith, un inglés que se convirtió en figura señera de la minería peruana y que además era reconocido como muy buen dibujante. Este hombre es muestra representativa de un cierto tipo de extranjeros –mayoritariamente británicos– que en esas primeras décadas del siglo XIX viajaban a las nuevas repúblicas americanas en gran medida a la aventura y a muchos de ellos les iba, sorprendentemente (desde la visión actual), de maravilla. Había nacido en Norwich en 1802 y con solo diecinueve añitos se embarcó con su tío Archibald E. Robson, capitán de navío, con destino al Perú. Piénsese que llega al país justo recién proclamada su independencia, en tiempos de incertidumbre y desbarajuste interno bastante notable; de hecho, hay un general consenso en que hasta pasadas las dos primeras décadas (hasta la presidencia de Ramón Castilla en 1845) no puede hablarse de una mínima consolidación política y social del nuevo Estado. En ese “mar revuelto”, nuestro Jorgito Smith demostró dotes de hábil navegante y enseguida supo asociarse con personas adecuadas y elegir dedicaciones provechosas. Así, al poco de llegar y vinculado al químico también inglés William Bollaert, consiguió que en 1825 Castilla, por entonces subprefecto de Tarapacá, su provincia natal, lo contratara para trabajos científicos y, posteriormente, como superintendente en la mina de plata Huantajaya, ésa ante cuyas bocas pasó Darwin camino de la salitrera. Smith fue testigo pues del nacimiento de las primeras salitreras orientadas a la exportación (las que se llamaron de parada) y, digo yo, pensaría acertadamente que ahí había un buen negocio. A la muerte de Héctor Bacque, un francés que se cuenta entre los pioneros de esta industria, Smith adquirió la salitrera de éste, La Noria, la que visitó Darwin.

Así que cuando los dos ingleses se encontraron, George contaba 33 años y Charles 26. Lo que no he podido descubrir y me intriga es el porqué de esa visita, que parece por si sola la justificación de la escala del Beagle en Iquique. ¿Quién era el interesado en conocer al otro? Quizá Darwin, cuya curiosidad era amplísima, quisiera saber cómo se obtenía y trataba el nitrato que en los últimos años estaba bastante “de moda” en los círculos científicos europeos; puede que le hubieran informado de un compatriota (que ya estaría un tanto peruanizado) que regentaba una salitrera y hubiera molestado en gestionar la visita. Esta hipótesis parece más probable que la contraria (pues Darwin no era todavía ninguna celebridad que pudiera despertar interés en el industrial), pero tiene en su contra lo poco que se explaya en contarnos la experiencia. Seguro que algún buen biógrafo del gran naturalista me aclara satisfactoriamente esta duda intrascendente.


Y no quiero acabar el post sin referirme a las minas de Guantajaya y Santa Rosa, delante de cuyas bocas pasó Darwin en su camino hacia la salitrera de La Noria. Hoy en día, para ir desde Iquique a la salitrera no se pasa por esos dos cerros en los que se explotaron las reservas argentíferas más ricas del Gran Norte Chileno (aunque, en su momento, era el Sur del Perú), pero en 1835 el camino llevaba primero hasta ellas para luego girar hacia el Sur. Según leo, de las antiguas y en tiempo boyantes poblaciones ya apenas se distinguen sillares de piedras y algún que otro rastro de lo que fueron caminos, murallones o manzanas edificadas. Las grandes vetas se fueron agotando durante la época salitrera y consecuentemente, ya durante la primera mitad del siglo pasado, quienes de las minas vivían fueron abandonando los pueblos hasta dejarlos en su condición actual de fantasmas del pasado. Quedan, sin embargo, diversos testimonios gráficos de este “urbanismo de la plata” (como los hay también, y mucho más abundantes, del “urbanismo del salitre”), entre ellos el dibujo del propio George Smith que encabeza este párrafo. Pero si traigo a colación estas antiguas minas de plata (ya en franca decadencia en la fecha en que Darwin pasó ante ellas) es porque he conocido la leyenda de los dos cerros y creo que merece la pena reproducirla. Un cacique de Tarapacá quiso esconder sus tesoros de los invasores españoles entregándoselos a sus dos hijas de nombre Huantajaya (la menor) y Rosa (la mayor, que había sido cristianizada), para luego enviarlas escoltadas por alguno de sus hombres con la expresa instrucción de que se escondieran entre los cerros, resguardando la fortuna. Por desgracia, sin embargo, los conquistadores las interceptaron y, tras ser horriblemente abusadas y robadas, ambas hermanas decidieron quitarse la vida, quedando convertidas en los dos cerros que albergan los ricos yacimientos iquiqueños de plata: el Huantajaya y el Santa Rosa, respectivamente.

 
Hondo desierto - Quilapayún (La Fragua 1973)

martes, 9 de febrero de 2016

Iquique, el salitre

Entre agosto de 1535 y febrero de 1537, Diego de Almagro dirigió la que se ha dado en llamar expedición a Chile. Gracias a los mapas de satélite que hoy disponemos en Internet es fácil –y entretenido– reproducir el recorrido de ese grupo de españoles (con numerosos nativos que usaban como porteadores) y maravillarse ante las dimensiones épicas del viajecito. Así, calculado por encima, se patearía la friolera de unos ocho mil kilómetros, saliendo desde Cuzco, llegando hasta bastante más al Sur de la actual Santiago (hasta el río Bío-bío) y regresando a Arequipa. Todo ello por los caminos de entonces donde los había, y con dos etapas penosísimas, como fueron cruzar Los Andes a la ida (probablemente por el actual de San Francisco, que conecta los Nortes argentino y chileno a casi cinco mil metros de altitud) y, a la vuelta, el desierto de Atacama. Por supuesto, lo que motivó esta aventura fue la conquista de esas tierras australes que los incas llamaban de Chile y que aseguraban abundantes en oro (mentían con la esperanza de alejar a los españoles del Cuzco para sacudirse su dominio). Pero también había razones estratégicas que aconsejaban el momentáneo apartamiento de Almagro del Perú, que ya andaba enfrentado con su socio Pizarro. El balance de la empresa fue un completo fracaso: no hubo conquista ni se obtuvieron riquezas. Además, los expedicionarios arribaron a Arequipa en tan lamentable estado físico que se les llamó los rotos de Chile. Hasta cuatro años después nadie se atrevería a internarse en esas que parecían unas tierras malditas.

No parece que Almagro, en su trayecto de regreso, pasara por Iquique ni que llegara a conocer a los habitantes de la zona, pescadores a los que los españoles llamarían changos. Lo cierto es que, por muy inhóspito que sea ese entorno desértico, allí ha habido asentamientos desde hace al menos seis mil años. En esos días del siglo XVI pertenecía al Collasuyu, el más austral de los cuatro reinos (suyos) del imperio incaico, y más o menos equivalente al antiguo Estado tiahuanacota, predominantemente aimara, hasta su conquista en tiempos de Pachacútec (1438-1471). Imagino, sin embargo, que los escasos habitantes de esa costa estarían bastante abandonados de la administración inca, viviendo más o menos a su aire, al margen de las convulsiones que en esos tiempos sufría un imperio que probablemente sentirían ajeno. Al fin y al cabo, ¿a quién iba a interesar el domino efectivo de esa franja desértica? De hecho, el desierto de Atacama –más o menos el territorio litoral de las actuales regiones chilenas de Arica y Paranicota, Tarapacá, Antofagasta y parte de la de Atacama– perteneció históricamente al Virreinato del Perú y sólo tras la guerra del Pacífico se integró en Chile. Supongo que la adscripción era un poco por indiferencia (no sería así en el XIX). Cuando Almagro salió de los Andes lo hizo por el valle del Copiapó, tierra fértil al Sur del desierto. Con esa referencia en la mente, se entiende que Valdivia, el 26 de octubre de 1540, después de cruzar el desierto y llegar al fértil valle, tomara allí posesión de las tierras de Chile, definiendo el límite septentrional de la nueva gobernación.

Hasta el auge del salitre pocas noticias hay de Iquique, sólo que era el embarcadero que servía a San Lorenzo de Tarapacá, villa situada en la quebrada que es uno de los accesos desde la Sierra hasta la costa, y uno de los valles más fértiles de esa zona. Parece que ahí, en San Lorenzo, sí se detuvieron tanto Almagro como Valdivia. Es curioso que hoy sea un pueblo mínimo, con poco más de una centena de vecinos, cuando en los siglos XVII y XVIII gozó de una economía floreciente, con apreciada producción vinícola e intenso comercio con Lima y Potosí. Propiamente, la historia de Iquique comienza a principios del XIX, en las últimas décadas del virreinato. En 1792, la gran fábrica de pólvora de El Callao, que surtía a toda la América española, quedó destruida por una explosión. Se decidió hacer una nueva, esta vez en Lima (unos kilómetros al interior), ya que la pólvora era imprescindible para defenderse de los ataques mayoritariamente ingleses. Hasta entonces, el material era abastecido directamente desde España pero las cosas empiezan a cambiar cuando se descubre, más o menos por esas fechas, el salitre de la pampa tarapaqueña. Cuenta la leyenda que fueron unos indios los que lo hicieron cuando la tierra sobre la que habían encendido una fogata empezó a arder. El cura del pueblo más cercano, recibida noticia del prodigio, se aprestó a sacramentar el lugar con agua bendita. El buen párroco debía ser de los que no veía reñidas ciencia y religión, así que tomó unas muestras de esa tierra y se la llevo a su casa para experimentar, comprobando que en ese sustrato las plantas crecían extraordinariamente. Pero lo que está documentado es que en 1811 se había constituido una aduana en Iquique, como punto de tránsito (y control) entre Lima y Valparaíso, y también para vigilar los embarques de minerales y los primeros envíos de Iquique hacia la capital virreinal. En esos últimos años de la época colonial, las cantidades serían modestas (comparadas con lo que había de venir) y su destino la fábrica de pólvora, porque el fertilizante preferido era el guano (que también habría de tener su fiebre en la venidera época republicana).

El salitre, mineral blanco, translúcido y brillante, es una mezcla de nitrato de sodio (NaNO3) y de nitrato de potasio (KNO3) que ocupa amplias extensiones del desierto de Atacama, formando costras con espesores desde 15 centímetros hasta los 3,6 metros, y asociado a depósitos de yeso, cloruro de sodio, otras sales y arena, un conjunto que se denomina "caliche". Aparte de su uso tradicional para la fabricación de explosivos, la demanda del salitre para abono agrícola por el mundo occidental se disparó hacia mediados del siglo XIX, creciendo en forma paralela al declive de la producción de guano. Las reservas de esta región sudamericana no sólo eran las mayores y mejores del mundo (creo que por entonces no se contaba con el salar de Uyuni), sino que su relativamente fácil extracción y bajos costes de producción las hacían tan competitivas que se convirtieron en oferta monopolística. Hasta la guerra del Pacífico, la explotación del mineral se repartía entre Perú (Tarapacá) y Bolivia junto con Chile (Antofagasta), a unos ritmos relativamente moderados para lo que había de venir y mediante dos modelos muy distintos. El Estado peruano, continuando la experiencia del guano, mostró tendencias bastante intervencionistas sobre el recurso; los chilenos, en cambio, preferían dejar mucha mayor libertad a los capitales salitreros –mayoritariamente británicos– y cobrarles impuestos a la exportación en los puertos de embarque. La pugna por el salitre –por más que se disfrazara de orgullos nacionalistas de las repúblicas adolescentes– subyace como una de las causas principales de la guerra, y no me cabe duda de que los capitalistas de la época preferían con mucho que el recurso fuera controlado por los chilenos. Antes del conflicto se venía observando un progresivo declive en las transacciones comerciales del salitre del puerto de El Callao a favor del de Valparaíso, donde cada vez se instalaban más compañías inglesas. En 1878, el gobierno boliviano, que ejercía la soberanía sobre Antofagasta aunque del control de la producción y exportación del salitre se ocupaba Chile, decidió romper un tratado entre ambos países e imponer nuevos impuestos, así como rematar la infraestructura salitrera chilena. Se habían creado las condiciones para la guerra, primero entre Chile y Bolivia, y enseguida la entrada de Perú apoyando a esta última. El resultado: victoria aplastante de los chilenos que incorporan a su país nada menos que 180.000 km2; Perú pierde Tarapacá (y Arica) y Bolivia Antofagasta (su añorada salida al mar). A partir de la década de los noventa del siglo XIX, Chile se convierte de hecho en el único productor del preciado recurso, y hasta la crisis de inicios de los treinta, el auge del salitre marca el desarrollo social y económico del país.

Esos cuarenta años son también la edad dorada de Iquique, que adquiere protagonismo como la capital comercial, en tanto centro de exportación, del salitre tarapaqueño. Hacia mitad de ese periodo, en 1907, en la ciudad se concentraron unos ocho mil quinientos obreros de las salitreras de la pampa circundante, reivindicando mejores condiciones laborales. La criminal masacre con la que el gobierno chileno zanjó la huelga es el asunto narrado en la Cantata de Santa María de Iquique, compuesta por Luis Advis e interpretada por Quilapayún. Pero, antes de referirse a este ominoso crimen y a sus consecuencias (entre otras, el nacimiento del movimiento obrero organizado en Chile), conviene conocer la forma en que se extraía y preparaba el salitre, asomarse a las condiciones de vida de esa pobre gente en las primeras décadas del siglo pasado.