lunes, 14 de marzo de 2016

Confesión (4)

— ¿Mi padre? — Lo miré asustada, el miedo, el pánico, se reflejaba en mi mirada, seguro. Traté de ganar tiempo, de serenarme, pero me daba perfecta cuenta de que era una batalla perdida, me había pillado con la guardia absolutamente baja, ni por asomo había previsto esa pregunta. — ¿Mi padre?

— Sí, está claro, es tu padre. Y ahora, dime, ¿vas a contarme por qué quieres que reciba una paliza? Lo odias, eso es incuestionable, pero no lo suficiente como para matarlo. Lo odias, creo, de forma indirecta. ¿A través de tu madre, acaso?

— Basta ya — de pronto me sentía ardiendo, notaba que la sangre se me había subido a la cabeza, debía tener roja la cara. — Todo esto ha sido un error, ahora me doy cuenta, no quiero hacer nada, y tampoco, mucho menos, hablar contigo de asuntos que no tienen por qué interesarte. Ni de esos ni de nada — me iba exaltando; — no quiero hablar contigo de nada, no quiero volverte a ver, lárgate, coge el avión de vuelta que tienes pagado y olvídame.

Me levanté de golpe, esforzándome por calmar el frenético traqueteo de mis latidos, esforzándome por mantener la mirada fija en Lansky que me observaba en silencio, arrellanado en su sillón, una posición que parecía elegida para absorber los impactos de mis frases airadas. Me agaché un instante para alargar el brazo y asir el bolsón que estaba junto al brazo del sofá, casi al lado de ese hombre que había conseguido sacarme de mis casillas, que había conseguido asustarme. Por un momento creí que Lansky iba a alargar su mano hacia el bolso, a llevarla sobre la mía, y una bola de pánico me agarrotó el estómago. Pero no, siguió inmóvil y callado, hablándome sólo desde los ojos pero sin que yo quisiera entender esos mensajes. Con el bolsón colgado del hombro, apretado contra mi cuerpo con el brazo izquierdo, pasé delante de él, entre su sillón y la mesa baja, caminé rauda los cuatro pasos que había hasta la puerta, la abrí, salí al pasillo enmoquetado y solitario de la cuarta planta del edificio Gante, sin girar la cabeza tiré hacia mí de la puerta y el portazo, violentamente ruidoso, se me antojó como un punto final a la pesadilla, como el arribo a un refugio conocido, tierra firme bajo mis pies. Un cuarto de hora después estaba en mi casa, derrengada sobre la cama, concentrada en ejercicios de respiración, intentando limpiar la mente de las recientes sacudidas emocionales.

Lo que restó del día solo fue mudo correr de las horas. Era jueves, a las siete y media habría debido ir a clase de yoga, probablemente habría quedado luego a picar algo con Nieves. Hacia las diez sonó el móvil; primero una llamada de voz, luego tres o cuatro timbrazos de whatsapps. Ni siquiera abrí el bolso para ver quién era. Traté de interesarme sin éxito por algún programa de la televisión. Cogí la novela que el día anterior había empezado —la primera de una joven escritora mexicana— y que me había absorbido intensamente, esa sensación, tan poco frecuente, de que el autor te está interpelando, que lo que narra te atañe de verdad. Sin embargo, mis neuronas seguían demasiado arremolinadas y fui incapaz de centrarme en la historia de esa atormentada chica del DF. Desganada, me obligué a comer una ensalada que preparé juntando en aleatoria suma los escasos ingredientes que encontré en la cocina; mañana tengo que hacer la compra, apunté mentalmente, queriendo que las necesidades cotidianas enderezaran el errático rumbo de mis pensamientos. Al día siguiente curraba, claro, y la noche iba avanzando sin que llegara el sueño. Con rabia me tomé un orfidal (otro daño que imputar al maldito Lansky) y me metí en la cama a esperar que la droga hiciera sus efectos. Las escasas horas que dormí estuvieron pobladas de pesadillas en el más ortodoxo estilo de la psicodelia lisérgica. Fondos de policromías chillonas que vibraban en espirales de geometrías enloquecidas. Sobre éstos, siempre en blanco y negro, se superponían figuras planas que parecían recortes de periódicos. Muchas eran personas que conocía, solas o acompañadas, en escenarios de lo más diverso, pero a otras no creía haberlas visto nunca. Se me aparecieron, varias veces, mi padre y mi madre, también Lansky. Tan extraño pase de diapositivas estaba acompañado de fragmentos musicales sin ningún orden ni compás; tan pronto sonaba alguno de mis temas favoritos como se interrumpía por alguna música que me era especialmente odiosa. En resumen, el espectáculo que esa noche me brindó el subconsciente fue un canto al caos y, si llevaba consigo algún mensaje, no fui capaz de descifrarlo, más allá de que, como me era absolutamente obvio, tenía que poner en orden mis pensamientos y también mis decisiones.

Al día siguiente me dolía la cabeza como si tuviera resaca. A duras penas superé la jornada laboral que, para colmo, estuvo cargada de incidencias desagradables, pareciera que todos los pacientes se hubiesen puesto de acuerdo en molestar más de lo normal al personal de planta. Poco antes de salir del hospital, justo cuando estaba cambiándome, recibí un mensaje de Tano. Cayetano era un antiguo novio, o mejor debería decir el antiguo novio, el único que había merecido ese título. Toda la etapa universitaria juntos y tres años más hasta que, de pronto, se acabó. Se acabó –lo acabé yo- sin motivos muy claros, sólo porque me pareció que nuestro emparejamiento no tenía sentido. Para entonces mi madre estaba recién casada y aún así me propuso que volviera a casa, que viviera con ellos. Tonta de mí, le hice caso; tonta de mí, me enrollé pocos meses después con el cretino de Carlos. Tras un largo periodo alejados, casi sin saber nada el uno del otro, después de haberme vuelto a independizar, Tano volvió a aparecer en mi vida, contratado por el hospital en el que yo trabajaba para reforzar el personal de urgencias. Su whatsapp era conminatorio: “ven la cafetería; se trata de tu padre”. Sobra decir que Tano era de los muy pocos que conocía la identidad de mi padre. Así que, inquieta, bajé a la carrera las siete plantas hasta llegar a la inmensa y como siempre abarrotada cafetería del hospital.

— Hace media hora lo ha traído una ambulancia. Un accidente de moto. Por lo visto, según él mismo ha dicho, se le bloqueó la dirección o los frenos, no sé; el caso es que bajaba por una calle y sin causa aparente se le quedó clavada en seco. Salió volando, cree que hasta dio un mortal en el aire y cayó de pié en el asfalto. No parece que tenga nada, aunque le duele la columna y sobre todo las cervicales, pero es normal, el impacto, la tensión del susto. De momento está en observación, le han hecho radiografías, un tac, alguna que otra prueba. Supongo que no quieren sorpresas con un cargo importante del gobierno.

No hablamos casi nada más. La noticia fue un mazazo, tanto que no me sentía capaz de mantener un diálogo natural con Tano. Vaya, me dijo, no esperaba que te afectara tanto. No es eso, le contesté, pero es que últimamente están ocurriendo cosas muy raras, ya te contaré. Azar y/o necesidad, pensaba tontamente mientras conducía autopista abajo. Yo planeando que le dieran una buena paliza y casi la palma sin tener que hacer nada. ¿O sí? La duda me asaltó como un fulgor, con la cara de Lansky, sus ojos inquisitivos cuando salía del apartamento. Pero no, no llegamos a formalizar ningún encargo y además se había negado a hacer lo que le quería contratar. Sólo ha sido una casualidad; me lo iba repitiendo mientras dirigía el coche hacia el edificio Gante, como si alguien ajeno lo condujera. Aparqué a una manzana y caminé a paso rápido; toqué en el interfono del portal exterior, igual que había hecho el día anterior. El timbrazo sonó largo y chirriante, acabando en los puntos suspensivos del silencio. Volví a tocar, aún más tiempo, aún más chirriante, tampoco hubo respuesta. Dudé si llamar a la oficina de administración, si preguntar si el inquilino del 411 había dejado ya el apartamento. No, no merecía la pena llamar la atención; seguramente, Lansky ya no estaría en la isla, ya habría cogido el avión de vuelta.

Horas después, antes de acostarme, me acordé del expediente, así llamaba al tocho tan minuciosamente elaborado durante los últimos meses, que había previsto entregarle a Lansky al cerrar el encargo. Ahora me alegraba de no haberlo hecho: no habría tenido ningún sentido (sospeché que más que a la lógica esa idea era debida a mi vanidad) y, en cambio, sería una posible prueba en mi contra. En ese momento pensaba que todo había sido una locura, resultado de una obsesión enfermiza y absurda. En el fondo, tenía que estarle agradecida a ese inquietante asesino a sueldo. Lo mejor, olvidarse del plan, recuperar la rutina de antes, cortar las citas con los contactos del la web, volver con Tano quizá ... Lo primero, deshacerse del expediente, que seguiría en el bolsón, el bolsón en el sofá de la sala donde lo había dejado nada más regresar de la entrevista con Lansky. Lo abrí, saqué el tocho encuadernado con anillado espiral y entonces lo vi, al fondo del bolso, junto a un llavero viejo y un monedero hippy de tela que ya no usaba. Era un teléfono móvil, un modelo viejo de Nokia. Sólo Lansky podía haberlo puesto allí; antes de reunirme con él había revisado el bolsón. Lo cogí con prevención, pulsé el botón de encendido sin resultado; obviamente se había quedado sin batería. ¿Y ahora? Podrías haberme dejado también el cargador, capullo, le increpé mentalmente. No, cariño, me contestó el interlocutor que mi cerebro se estaba inventando, quiero que te lo curres un poquito. Bueno, yo tuve ese mismo móvil, a lo mejor aún está el cargador en casa de mi madre, ventajas de padecer un moderado síndrome de Diógenes. Claro que, ¿para qué demonios quería saber lo que había ocultado Lansky en ese teléfono? Lo que había de hacer era deshacerme de él, como del expediente; borrar los incómodos testigos de mi locura transitoria.

6 comentarios:

  1. Es bueno volver a leer esta historia, máxime con un curioso giro de guión.

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    1. Tengo tantas posibilidades que no sé por cuál decidirme. Quizá que todas ocurran a la vez, distintas versiones de sucesos no del todo claros.

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  2. No me gusta mi homónimo; es un chulo con las mujeres. Le partiría la cara.

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    1. Qué va, para nada. Pretende proteger a la chica, aún a pesar de ella. Curiosamente, yo le estoy cogiendo cariño.

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  3. Asi como en "Mazurca para dos muertos" hay varios narradores que adoban distinto el guiso, podrías nombrar a tus capitulos 4.1; 4.2 y 4.3 a distintas versiones que se bifurcan. Algunas que continúen tanto como te de el aire, y otras que queden truncas como carretera a medio hacer.

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    1. Algo así me he planteado, Chófer. Que de pronto deje de narrar Amaranta y empiece Lansky a dar su versión, y luego el padrec de Amaranta. Y que la historia se haga de retazos aparentemente contradictorios y hasta inconexos. Ya ire viendo ...

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