miércoles, 28 de junio de 2017

Unitarianismo (4)

Cuando en 1607 la Virginia Company of London fundó Jamestown, el primer asentamiento permanente británico en los actuales Estados Unidos, impuso como religión oficial la de la Iglesia de Inglaterra. Desde el principio, la celebración del culto –primero al aire libre pero enseguida en una rudimentaria construcción, la primera iglesia anglicana en el Nuevo Mundo– fue parte muy importante de la difícil vida de aquellos europeos trasplantados a un territorio hostil, ya que cumplía dos funciones fundamentales: de un lado, contribuir a la necesaria cohesión social de los colonos y de otro, reafirmar la autoridad de los dirigentes de la Compañía en tanto representantes del Rey, a su vez jefe supremo de la Iglesia. Así, la Iglesia anglicana fue expandiéndose en Norteamérica a medida que lo hacía la colonización británica: Virginia, Nueva York, Maryland, Carolina del Sur, Carolina del Norte y Georgia. A principios del siglo XVIII, existía una red de parroquias anglicanas que dependían del obispado de Londres y que, controladas por los propietarios más pudientes, se caracterizaban por ser centros de control –e incluso represión– civil y moral en sus jurisdicciones. De otra parte, como ya se ha comentado, las nuevas y lejanas tierras se convirtieron en destino y refugio de disidentes del anglicanismo, empezando por los puritanos padres peregrinos (calvinistas) del Mayflower, que fundaron la colonia de Plymoutn en el actual Massachusetts. De modo que, sobre todo en Nueva Inglaterra, la iglesia anglicana tuvo que coexistir con varias iglesias disidentes, cuya nota común era que se adscribían al movimiento congregacionalista; es decir, frente a la rígida estructura jerárquica del anglicanismo (heredada del catolicismo) se oponía la idea de que cada iglesia local era autónoma en su organización e incluso en sus ritos y doctrinas. En todo caso, durante la época colonial, tanto anglicanos como congregacionalistas vivieron, con mayor libertad que en Inglaterra, su propia evolución doctrinal; fue ésta bastante gradual, sin grandes sobresaltos salvo en algunos momentos puntuales que conviene referir.

Naturalmente, a lo largo del XVI hubo algunas voces, casi todos ministros religiosos, que influidos por las lecturas que venían de Europa cuestionaron las creencias de sus respectivas iglesias. Cabe citar a William Pynchon, fundador de Springfield en Massachusetts, quien en 1650 publicó una crítica de la doctrina calvinista sobre la expiación, que causó gran escándalo y mereció el honor de ser el primer libro prohibido en la América inglesa. Años después, al socaire de la controversia trinitaria, algunos graduados de Harvard propusieron probar que la Trinidad no aparece en las Escrituras. Pero lo que realmente conmocionó la religiosidad norteamericana fue lo que se ha denominado “el Gran Despertar” (The Great Awakening), un movimiento de revitalización espiritual. El movimiento lo inició Jonathan Edwards, un pastor puritano de Northampton (en el interior de Massachusetts), que empezó a predicar contra movimientos disidentes del calvinismo (en concreto contra los arminianos) reclamando una espiritualidad profunda, basada en la experiencia personal de Dios. Edwards, pese a su cadencia lenta y estilo solemne, causó un gran impacto con sus sermones durante los años treinta, pero el movimiento se desbordó a partir de la llegada a Nueva Inglaterra del jovencísimo clérigo inglés George Whitefield, cuya elocuencia llevaba una tremenda carga emocional. Estos predicadores, creadores de un estilo que ha perdurado hasta nuestros días en las iglesias evangélicas americanas, fueron los primeros que difundieron el cristianismo entre los negros, esclavos y libres, y en general se dirigían mayoritariamente a las clases más humildes, rechazando las disquisiciones teológicas de las universidades y los estamentos cultos. Si bien su influencia ha sido decisiva en el protestantismo estadounidense (en esa época surge el metodismo), también generó una reacción en contra que impulsó el cuestionamiento liberal de las posiciones dogmáticas, de forma muy similar –pero independiente– a lo que se vivía en Inglaterra. De tal modo, en vísperas de la Independencia, a lo largo de las Trece Colonias (pero sobre todo en Massachusetts) había calado profundamente el que cabe llamar pensamiento progresista en muchas iglesias congregacionalistas.

Curiosamente, la primera comunidad religiosa que se convirtió al unitarianismo –aunque todavía sin advocarse bajo este nombre– no fue una congregacionalista sino la que había sido la primera iglesia anglicana de Nueva Inglaterra, la King’s Chapel de Boston, fundada por el gobernador real en 1636. Durante la Revolución Americana (que es como los yanquis llaman a su guerra de independencia), la capilla estuvo vacante e incluso se le cambió de nombre (por la misma razón que durante la II República el Real Madrid pasó a llamarse Madrid C.F. a secas), denominándose Capilla de Piedra. Téngase en cuenta que los clérigos anglicanos, por su dependencia jerárquica, eran leales (loyalists) a la corona británica, lo cual supuso que los “patriotas” prescindieran de ellos. Con el Tratado de París (1783) que reconoció la independencia de las Trece Colonias, la gran mayoría de los clérigos anglicanos salieron de los nuevos Estados Unidos, abriéndose un periodo de reorganización eclesiástica que condujo a la fundación de la Iglesia Episcopal estadounidense, independiente de la de Inglaterra (aunque la religión es sensiblemente la misma) y conformada originalmente en nueve diócesis. En 1783, después de varios años sin pastor anglicano, los parroquianos de la King’s Chapel pidieron a James Freeman, un joven laico licenciado en teología por Harvard, que se ocupara del culto y de la predicación. Freeman puso como condición no tener que rezar el Credo porque se sentía incómodo con el asunto de la Trinidad y los feligreses dieron el visto bueno. Pero a medida que desarrollaba su ministerio fue leyendo literatura teológica, impresionándole especialmente con las doctrinas unitarianistas (leyó obras de Priestley y de Lindsey). De modo que en 1785 les dijo a sus feligreses que no podía en conciencia seguir oficiando con el Libro de Oración anglicano y les ofreció renunciar al cargo. Por esas fechas, además, estaba por Boston un clérigo unitariano, William Hazlitt, que lo apoyó calurosamente y le pasó el Libro de Oración que había aprobado Lindsey en Londres. Así que de pronto, en esos tiempos de incertidumbres, la más antigua comunidad anglicana del país se pasó a los ritos unitarianos, enfadando considerablemente a los clérigos episcopales más ortodoxos. Tanto es así que cuando Freeman pretendió que lo ordenaran ministro episcopal todos los nuevos obispos se negaron y tuvo que hacerlo su propia congregación que, de ese modo, rompió los lazos con la iglesia oficial.

A partir del ejemplo de la King’s Chapel, durante los últimos años del XVIII el modelo unitarista empezó a extenderse por varias comunidades religiosas, sobre todo entre las congregacionalistas de Massachusetts: en Salem, las pioneras fueron las dirigidas por John Prince y William Bentley; en 1792 el rector de la iglesia episcopal de Portland, en Maine, reformó su liturgia de acuerdo al Libro de Lindsey; en Boston hubo más resistencia al cambio, en especial a renunciar a la naturaleza divina de Cristo, pero hacia finales del siglo la mayoría de los clérigos eran antitrinitarios y defendían que cada uno creyera y viviera libremente su fe (las opiniones ortodoxas eran ridiculizadas entre los universitarios de Harvard). El unitarianismo alcanzó también a los Estados de Connecticut, Nueva York y Pensilvania. Iniciado el XIX el arraigo del unitarianismo era bastante amplio pero, al mismo tiempo, se había ido produciendo de forma natural, sin apenas enfrentamientos públicos o reacciones disciplinarias, pese a que los clérigos más ortodoxos (tanto episcopales como calvinistas) veían con preocupación el panorama. La crisis, sin embargo, llegó y el lugar donde se manifestó fue la universidad de Harvard. En esta institución había una cátedra de teología con una generosa dotación económica que había aportado el comerciante inglés Thomas Hollis en 1721. En 1803, después de haber pasado por ella tres calvinistas, la cátedra quedó vacante dos años, debido a que los electores de Harvard estaban fuertemente divididos entre ortodoxos y liberales; finalmente, en 1805, estos últimos se impusieron y se eligió al reverendo Henry Ware, unitariano, como titular de la cátedra. Este hecho irritó profundamente a los calvinistas conservadores quienes, para evitar que los futuros ministros religiosos se formaran bajo las creencias unitarianas, fundaron el Seminario teológico de Andover, que había de mantenerse fiel al credo ortodoxo. Además, iniciaron una agresiva campaña de condena de las “desviaciones doctrinales”, acusando de herejes a los clérigos que las sostenían. Por esos años, salvo contadas excepciones, la mayoría de los antitrinitarios no se consideraban a sí mismos separados de sus iglesias de procedencia (fueran episcopales o calvinistas). La mayor liberalidad americana les evitaba, como había ocurrido en Inglaterra, tener que pasar por adhesiones explícitas a un credo o unos ritos oficializados, y por tanto, seguían predicando según sus conciencias sin sentirse obligados (ni mucho menos querer) a afiliarse a otra iglesia. Pero las acciones de los más ortodoxos se tradujeron en exclusiones cada vez más frecuentes de ministros liberales y en ir haciendo irremediable la división eclesial.

En 1815 se difundió en Estados Unidos una biografía inglesa de Teophilus Lindsey. En uno de sus capítulos se transcribían cartas que le había enviado Freeman en las que describía el movimiento liberal en Boston y aseguraba que la mayoría del clero de esa ciudad era unitariano. Aunque hasta entonces las predicaciones de los liberales solían encontrar buena acogida entre los feligreses, de pronto asustaron porque se calificaron con un nombre –el del unitarianismo– de connotaciones heréticas. Los ortodoxos aprovecharon para decargar un furibundo ataque, acusando a los liberales de intrigar en secreto para socavar la verdadera fe y llevar a la condenación a sus fieles; quienes negaban la divinidad de Cristo, concluían, no podían ser considerados cristianos. Como en toda controversia que lo que pretende es destrozar al contrario (pocas veces se desea que el debate sirva para lograr un mayor conocimiento o comprensión), los rigurosos calvinistas, liderados por Jedidiah Morse (un notable geógrafo que fue el padre del famoso inventor del telégrafo), no tuvieron ningún empacho en recurrir a todo tipo de artimañas dialécticas, entre ellas la manipulación y tergiversación, a fin de descalificar tanto las creencias disidentes como a las personas más representativas que las sostenían. Este comportamiento abusivo indignó a muchos que no estaban dispuestos a dejar pasar las calumnias de que eran objeto y el protagonismo en la reacción recayó en el que entonces (1815) era el joven ministro de una iglesia de Boston. Este hombre se llamaba William Ellery Channing y estaba destinado a convertirse en el padre fundacional del Unitarianismo estadounidense. Pero de Channing y lo que siguió hablaré en el siguiente post, que éste ya se ha alargado demasiado (y a ver si consigo rematar ya este cuento).

2 comentarios:

  1. Se saca una lección clara: una vez producida una escisión, es tanto más probable que vuelva a ocurrir entre los grupos que se escindieron del principal. El famoso principio del Frente Judaico Popular contra el Frente Popular de Judea La vida de Brian.

    ResponderEliminar
  2. En efecto. El segregarse está en la naturaleza de los grupos basados en ideas y/o creencias, como son las religiones. Pero también confluir, como verás que acabó ocurriendo con los unitarianos.

    En todo caso, evitar las segregaciones sólo se consigue a través de la opresión, como hizo la Iglesia Católica durante bastantes siglos.

    ResponderEliminar